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Rafael Robles de Benito
Foto: Raúl Angulo
La Jornada Maya

Miércoles 28 de febrero, 2018

El próximo sábado tres de marzo se conmemora (no hay mucho que celebrar) el Día Mundial de la Vida Silvestre. Este año la Organización de las Naciones Unidas decidió dedicarlo a los grandes felinos, considerándolos, con sobrada razón, predadores amenazados. En la península de Yucatán contamos con la presencia de cinco espacies de los felinos silvestres de América: jaguar, puma, tigrillo, ocelote y jaguarondi. Todos debemos considerar esto como un gran privilegio y una honda responsabilidad: garantizar su existencia en nuestro territorio debería ser una labor gozosa, intensa y permanente; sin embargo, parecemos empeñados en exterminarlos, reduciendo su hábitat, diezmando las poblaciones de sus presas y cazándolos de manera francamente inmisericorde.

De los cinco gatos silvestres de la península, hay que destacar uno, sin menospreciar a los otros. Se trata del jaguar, el Balam, que pareciera que lo dejamos de considerar sagrado. Para los mayas prehispánicos, y quiero suponer que para muchos mayas contemporáneos rurales, se trata de un poderoso protector de poblados y cultivos, pero el crecimiento de la ganadería de bovinos y ovinos lo ha convertido en algo muy diferente: un permanente sospechoso de abigeato, con el que hay que acabar, del que hay que vengarse.

La cría de vacunos es sin duda alguna la causa primordial de la pérdida de selvas en la península de Yucatán. Ha generado más deforestación que todas las actividades agrícolas “modernas”, más que los incendios forestales, y desde luego mucho más que la milpa tradicional. La ganadería ha invadido la tierra del jaguar, reduciendo además el hábitat disponible para sus presas naturales. Se podría pensar que la respuesta del felino habría sido del estilo de: “¡Pues bueno, entonces, me comeré tus vacas y tus borregos!” Si pensamos eso, hemos desatado una guerra sin cuartel contra esta especie, ápice de la pirámide alimentaria de las selvas de la región, y por tanto, elemento central para su conservación y uso sustentable. No hay nada más parecido a dispararse en un pie, y eso es precisamente lo que estamos haciendo como organismo social que somos.

No se trata de satanizar la ganadería o a los ganaderos. La producción pecuaria, en las circunstancias actuales, es pilar de nuestras aspiraciones a la seguridad alimentaria, pero sí de encontrar modelos de producción de vacas y borregos capaces de garantizar la convivencia entre nuestras especies domésticas y los jaguares que todavía habitan el territorio peninsular. Esto implica reconocer que hay varias prácticas convencionales de la ganadería regional que son insustentables, y que incluso “le ponen la comida en la mesa” a los predadores.

En muchos ranchos de la península se deja al ganado pastar libremente. Las reses no ven bien cuando no hay luz de día, pero los jaguares, predadores de hábitos nocturnos, las perciben con toda claridad, lo que las hace presas fáciles. Se permite que los sementales deambulen libremente con el resto del hato, con lo cual hay un desorden permanente de embarazos y partos. Los hatos suelen ser mezclas de vacas adultas, terneros, recentales, destetes y demás, de manera que los predadores tienen un menú diverso de donde elegir el platillo de su preferencia. Y esto para hablar únicamente de los bovinos.

Pero quizá más grave es que persiste la idea de que los jaguares son los villanos de la historia, y cada vez que aparece una res muerta, se les culpa sin evidencias. Cuando mucho, por el hecho de haber visto cerca una huella o una excreta. Pasan desapercibidos los cientos de huellas de perros que atraviesan todo el rancho, perros de los vaqueros, pero también perros ferales o asilvestrados; sin embargo, como a éstos se les considera “domésticos”, parecen tener permiso de andar por cualquier sitio. Cada vez resulta más claramente demostrado que son los perros precisamente los causantes de la mayor parte de los decesos del ganado, especialmente de especies menores, no obstante, nadie parece muy dispuesto a controlar las poblaciones de perros ferales, ni de controlar la reproducción de los domésticos.

En lugar de salir a tomar venganza, lo que a veces es solamente un pretexto débil para intentar ocultar el placer de matar un animal silvestre o la ambición de comerciar con su piel -aunque esté tipificado como delito ambiental-, los ganaderos deberían estar empeñados en mejorar sus prácticas, invocar a la aseguradora que cubre al ganado contra ataques de predadores y desastres naturales, ordenar sus hatos y suspender el pastoreo nocturno, entre otras acciones. Además, hay que recuperar el carácter sagrado del jaguar: en la cúspide de la cadena trófica, su presencia en nuestra tierra es esperanza de sustentabilidad. Por lo pronto, y en el marco del Día Mundial de la Vida Silvestre, desde la península de Yucatán, Balam se declara inocente.


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