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Giovana Jaspersen
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán
La Jornada Maya

Viernes 9 de febrero, 2018

Sirvió de marco el carnaval para que Hans Castorp pidiera prestado un lápiz a Madame Chauchat, repitiendo la fórmula nerviosa que cuando niño le permitió hablar por vez primera con el infante de rasgos orientales del que estuvo enamorado. Fue el martes, en el sanatorio que lo acogió por siete años, sumergido y elevado, en [i]La montaña mágica[/i] (1924), de Thomas Mann; y sirvió de encuadre y pretexto para que embriagado de locura y en francés, él le dijera lo que las barreras de la cordura y la razón habían limitado siempre. Valían también los disfraces, el júbilo y lo grotesco, la atmósfera del sinsentido, para que la idílica relación encontrara fuga, y bañara de sensualidad hasta los pliegues de los codos. Ejercicio de locura, en la confesión, palabras, sin tacto. Sirvió el carnaval para decirle lo que no se podía confesar ni a sí mismo.

En aquella alejada montaña, y en muchas otras extensas páginas y escenarios, el carnaval ha sido válvula de escape y catalizador; desde los tiempos más tempranos con sus saturnales, hasta los eufóricos carnavales contemporáneos. La fiesta de la carne, en la Edad Media fue también llamada "fasnachat" o fiesta de locura, ha sido por siglos purga de generaciones y espíritus complejos que entre mascaradas se dejan salir y existen; y resulta lastimoso que hoy, al juzgar la fiesta, se olvide no sólo su origen sino también uno de sus mejores atributos: funcionar como equilibrio.

Las múltiples críticas se orientan a la pérdida de la tradición, la modificación del sentido, el ruido y la cantidad de basura generada; pasando por denuncia del oportunismo proselitista, la pertinencia o calidad del cartel musical; las cantidades obscenas de alcohol y el riesgo que implica. Se rechaza cada vez más la fiesta, sin ver todo el otro mundo que en ella se sostenía.

Conforme se desdibujó la tradición católica con su desenfrene previo a la cuaresma reflexiva y penitente, se dejó de lado también la posibilidad de un equilibrio que alimenta la creatividad y da salida a todo lo que no puede salir a diario. El freno calendárico para escapar de ser rutina, los tiempos reservados a la diversión, al respiro y al delirio. Y es que pareciera que olvidamos lo fundamental de la locura, de su canalización, de que salga y nos lleve aunque sea por unos instantes y entonces se vuelva el cimiento sólido de la cordura el equilibrio exacto que nos saque del automatismo.

En sociedades contemporáneas, con ritmos y tránsitos casi robóticos, probablemente habría que hacer una revaloración de lo que el carnaval había dado por años; la oportunidad de pausar al mundo por unos días; de hacer una incisión en la muralla de lo moral y lo debido, de las responsabilidades y las formas, una ventana colorida que permite ser también otras personas, sin tener que dar cuentas ni llevar nada al terreno lógico, pues tratar de comprender es un error. El carnaval es también un descanso de la norma, de ser.

Permitirse ser poesía, canción, baile o embriaguez; permitirse no juzgar y reír sólo por el placer; sabiendo que todo queda en su sitio, que no se daña nada. Que anda el trabajo, la familia, la salud y la rutina; que todo marcha y a la vez se detiene para que puedan salir todos los otros que viven dentro y que no podemos ser por la culpa, el miedo, o la falta de tiempo para la locura, “porque no es correcto”.

El carnaval fue y puede seguir siendo un pretexto, para ver la (i)realidad con otros ojos. Los tres estados peninsulares son de una riqueza absoluta en ese sentido; este es justo el momento para salir y ver otra cara de nuestras comunidades, donde ancianos y niños ríen con la misma intensidad y frente a las mismas cosas, aunque sea por unos días.

Cada comunidad es una clase magistral de la celebración, fuera de sus fiestas patronales, esta es sin duda la más generalizada y democratizada; la península toma otro sentido, guiado por un supuesto sinsentido. Adolescentes vestidos de mestizas con máscaras de filmes estadounidenses bailando como chúntaros al lado de abuelas con coronas plásticas de fantasía; los destellos de un entarimado, música y cerveza; un hombre maduro que persigue a una joven que nunca se deja alcanzar y que riendo generosamente nos recuerda lo imprescindible de la libertad y salvación en la locura. La misma de Gibrán, la de todos los otros que han podido salir de sí mismos para dar tiempo al disfrute. Recordemos el valor de detenerse un poco, y drenar la mente y la risa, para poder respirar con calma una vez que se acabe la carne.

La realidad va a continuar aquí a nuestro regreso; sin embargo, la inocencia carnavalesca con sus disfraces tiene aún mucho que enseñarnos, dejemos de aniquilarla con el juicio. Salgamos.


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