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Rodrigo González M.
Foto: Fox Searchlight
La Jornada Maya

Jueves 8 de febrero, 2018

Los que como yo trabajan desde casa, sabrán que uno va desarrollando cierto tipo de habilidades que nos permiten, por ejemplo, poner una carga de ropa en la lavadora y al mismo tiempo sostener una conferencia con un compañía productora instalada en otro país, o empujar el carrito en el supermercado mientras participas atentamente a una junta de preproducción para una nueva campaña publicitaria de helados con los colegas en Monterrey, CDMX y Santiago de Chile vía skype, todo al mismo tiempo.

Esto viene a colación porque, ante la cantidad de actividades que se entretejen a lo largo del día, aún queda suficiente tiempo para ir al cine, y si tienes vales de 2x1 y estás en la mal llamada “temporada de premios”, qué mejor.

Frances McDormand es una de esas actrices que simplemente no pueden no gustarte. Es de las pocas que pueden presumir la triple corona de la actuación en su vitrina (un Oscar, un Tony y un Emmy), y que además es conocida por la humildad de su trato y lo poderoso de los proyectos en los que se involucra. Yo me enamoré de ella en Fargo, de los hermanos Coen, y en su nuevo trabajo, Three Billboards Outside Ebbing, Missouri no me queda más que hacer una sentida reverencia a su trabajo actoral y agradecerle al director Martin McDonagh por traerle a la pantalla con esta historia.

En Ebbing, Missouri, Mildred Hayes (McDormand), después de no ver avances en la investigación policiaca sobre la violación y asesinato de su hija adolescente Angela, decide contratar tres anuncios espectaculares en las afueras del pueblo para cuestionar a la policía local su paupérrima actuación en el caso. Este hecho despierta los demonios internos de una comunidad que se siente atacada una vez que se vuelve evidente lo cercanos que están a la barbarie.

El sujeto de los cuestionamientos es el jefe de la policía Willoughby, un Woody Harrelson preciso, que abrumado por el poco alcance en las investigaciones y una enfermedad terminal decide quitarse la vida, dejando un hueco de poder.

A mí, el director McDonagh ya me había hecho reír mucho con Siete psicópatas, pero lo que logra en esta nueva entrega es de un escozor casi épico. Por un lado nos hace agradecer el coctel de fortaleza, vulnerabilidad y profunda tristeza de un personaje femenino que pinta para clásico del cine contemporáneo; y por otro, nos hace sentirnos avergonzados de nosotros mismos por reírnos del gusto de ver una estación de policía arder en llamas. Nos hace enfrentarnos al morbo propio y cuestionarnos lo que precisamente se denuncia en la cinta: la absurda simplicidad con la que los poderes fácticos y a veces nosotros mismos tratamos de explicar el mundo.

Mildred sabe que su su hija muerta no va a volver, pero también sabe que exponer el caso de manera pública debe, forzosamente, desencadenar una reacción que quizá la lleve a encontrar al perpetrador y obtener justicia. Así que con miedo, pero sin otro deseo más que ese, el de la justicia que no llega, hace la denuncia pública asumiendo cualquier consecuencia y cualquier enseñanza, independientemente del demonio que la traiga: puede ser el ex marido golpeador, el policía alcohólico racista, el tibio administrador de los anuncios publicitarios o el no deseado cómplice convertido en cita semi romántica.

En ese momento me pasa por la cabeza preguntarme ¿qué pasaría si en México hiciéramos lo mismo?, es decir, exponer a la autoridad, exigir cuenta cabal de nuestros muertos y nuestros desaparecidos, señalar en todos los espectaculares de todas las ciudades a los responsables de los ministerios públicos que sólo trabajan de 10 a 4, a los policías investigadores que le preguntan a las mujeres que han sido violadas por qué andaban solas en la noche, a los jueces y ministros que sentencian ciudadanos comunes por el cargo de difamación a una empresa constructora coludida con funcionarios de gobierno, a los abogados corruptos, presidentes municipales, gobernadores, diputados, coyotes, secretarios de Estado…

El problema es que en México, a diferencia de Ebbing, Missouri, pareciera que estamos mucho más cerca de la barbarie de lo que nos atrevemos a ver o a imaginar. Acá ya ni siquiera la ley está de nuestro lado, pues de seguir las cosas como van, dentro de poco será delito en todo el país hacer un comentario a los tuits de AMLO, un chiste sobre la forma de pronunciar el apellido Meade, o siquiera señalar las intrincadas relaciones empresariales del jovenazo Anaya en Querétaro. ¿De qué se le acusa? De hacer memes y de difamar, señor juez.

Y carajo, política aparte, en un país donde desaparece una persona cada noventa minutos y al final del año 2017 sumamos la vergonzosa cantidad de 33 mil desaparecidos, creo que nos quedamos cortos de anuncios espectaculares en los que pidamos cuentas.

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