Giovana Jaspersen
Foto: Fotograma de la película "La forma del agua"
La Jornada Maya
Viernes 26 de enero, 2018
Lograr hacernos entrar a una película flotando, entre burbujas, como un ejercicio de inmersión que por instinto nos hace contener un poco la respiración, no es poca cosa, y marca el ritmo de entrada en La forma del agua, el más reciente filme del multipremiado Guillermo del Toro.
Como si hubiera sido poco, ya inmersos, medio embriagados de azules y verdes en un mundo tan doméstico como submarino, el compás que seguimos es el de Elisa y sus días. Mujer “sola”, le han dicho; mujer a secas, digamos. Mujer, que sin tener voz nos habla, nos grita y nos canta. Sin hablar dice, sostiene la mirada, es altiva y orgullosa, determinante y fuerte. Eso sí que es enorme cosa.
Con la ritualidad inquebrantable del devoto, lo mismo prepara el desayuno, que se masturba en la tina o lustra sus hermosos zapatos rojos. Es muda, más no es ingenua, ni infantil; nadie la salva, ni se pregunta ¿qué hago ahora?, activa a todos y les quita el temor aún cuando está muerta de miedo; sana, salva y alimenta. La muda es la voz más rotunda y escuchada: es.
Elisa es un motor que activa con sus pasos; todo a su alrededor se transforma de forma útil y silenciosa, como ella; como si sin cambiar tuvieran luz distinta, desde el viejo dueño del cine hasta el hombre que sostiene un enorme pastel sentado mientras espera del autobús y hasta un enorme reptil submarino amazónico, que es tan Dios como bestia, como cualquiera de nosotros.
Elisa es la historia, minoría de una minoría que ama y es amada. Ella, cambia de forma, como el agua que toma la forma del recipiente que la contiene, como el amor, que no tiene una forma definida, que puede llenar, inundar, ahogar, humedecer, gotear o bañar; que puede ser también rotunda sequía.
Y más allá del amor de los cuerpos distintos que se enredan debajo del agua, de la adopción de nuestras bestias y de la transformación del otro y su cuidado. La historia es una gran lección de las otras formas del amor, de las relaciones que no tienen sangre ni sexo, pero que son cómplices y bastones; los que nos cuidan y procuran, nos acompañan sin juzgar, nos protegen y nos duermen, los que acercan comida en medio del trabajo y consuelan en la derrota. Los que son capaces de burlar la seguridad más absoluta, porque las formas del amor, como las del agua, son diversas y no tienen molde. Nosotros, en la diversidad, lo somos.
Y por ello no es en realidad una película de amor, parece que fuera más una historia de miradas y reflejos. Nunca como en esta película fue más clara la idea expresada por Guillermo del Toro, cuando dice que hace el casting de sus repartos a través de los ojos y sus miradas. Todo el guión se escribe con ello como tinta; miradas cómplices, de reclamo, rechazo, asco, preocupación, cariño, dulzura; miradas que tiene diálogos más allá de las palabras, las razas e, incluso, de lo humano. Miradas que miran de verdad lo que hay detrás de nuestras bestias bellas. La película es un húmedo recorrido de contacto y comunicación visual.
Son tan importantes las miradas con los reflejos, en las gotas, los cristales, los charcos y los ríos; como los nuestros en los personajes. La otredad y las supuestas minorías son todo y hacen todo; al salvarse, nos salvan, hasta de nosotros.
A la película uno termina perdonándole todo como a nuestras bestias. El exceso de dulzura, el cuento de hadas, los referentes, los clichés; todo. Y ni siquiera es necesario disculparlo, pues se detiene en momentos precisos y matiza, tanto con el humor, como con el dolor. Con la naturalidad que nos es propia a todos habla tanto de sexo, como de la vejez; entre misoginia, racismo y miseria humana nos recuerda que “no somos nada, si no hacemos nada”.
A pesar de la efervescencia que rodea a Guillermo del Toro y los profundos análisis de sus seguidores en relación a su obra y carrera, se agradece no necesitar ningún referente frente a La forma del agua. No es necesario, por ejemplo, saber que el tapatío de 53 años, proveniente de una familia estrictamente católica, comenzó a experimentar con la cámara a los 8 años de edad, ni que pasó su infancia entre sueños lúcidos de terror que alimentaban sus dibujos, ocasionando su abuela intentará exorcizarlo. Tampoco es necesario saber que después de terminar sus estudios en el Centro de Investigación y Estudios Cinematográficos en Guadalajara, pasó 10 años en diseño de maquillaje y formó su compañía Necropia; ni haber visto Doña Herlinda y su hijo, su primer largometraje que produjo a los 21 años; tampoco Cronos, su primer gran éxito; ni el multipremiado Laberinto del Fauno.
No necesitamos nada más que ir dispuestos a ver, a vernos, a flotar y observar. Lo único necesario es poder escuchar a una muda, los sonidos del agua, de nuestras bestias y del amor en lo diverso. El mismo Guillermo del Toro explica que hizo la película como un bálsamo, como algo que él necesitaba para que parara de doler el mundo y de ese modo creó un alivio para todos, nos sanó. Frente a cada crítica que menosprecia el logro y su belleza sólo pasa por la mente una de las frases más afortunadas del guión: “Hay que tener la decencia de no joder las cosas”. Eso.
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