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Texto y foto: Ulises Carrillo
La Jornada Maya

Domingo 29 de diciembre, 2019

No supimos cuándo nació, ni lo conocimos de cachorro. Él llegó, eso sí -con un acierto lleno de augurios- un 26 de enero a nuestras vidas. Se regaló justo en el cumpleaños de mi compañera de vida.

Tal vez fue el obvio maltrato físico del que fue objeto -lo recuerdo con el cuello marcado y ensangrentado, su terror a los cinturones y cuerdas- combinado con la dureza de la calle, los que hicieron de Josefo un perro tan especial. Uno es también sus cicatrices y dolores, sobre todo si te sobrepones a ellos. Así, él compartía alegremente la comida con cuanto malix se acercaba a la casa, tenía extraordinarios modales para ingerir sus alimentos y jamás lo intimidaron los fuegos artificiales.

Se echaba con las patas delanteras cruzadas, la cabeza alta y las orejas atentas, dormía usando almohada y se estiraba en un tapete de yoga. Siempre me pareció de una extraña elegancia británica, así fuera salida del área más ruda del puerto de Progreso.

Era un perro feo; sin embargo, su fealdad era conquistadora, como si un soldado raso tuviese el porte de un general, pero mantuviese su humilde uniforme del rango castrense más bajo. Si el historiador romano Flavius Josephus se hubiese enterado de ese perro sereno y contemplativo que llevaba su nombre, entendería que era un homenaje y no una degradación onomástica. Era un perro que pegaba por encima de su peso, para decirlo en términos pugilísticos.

Josefo no tuvo descendencia, es lo responsable para un perro que nació callejero; aunque tuvo una compañera de toda su vida Laika -también nacida en las playas y calles de Yucatán- a la que hoy se le ve triste; lo busca en cada rincón de la casa y no lo encuentra. Creo que ella ya sabe que se fue, pero siempre cuesta tanto esfuerzo resignarse. No hubo cachorros, es cierto, pero sí una familia que lo recordará siempre.

Él fue mi primer perro completo, al que vi terminar de crecer, madurar, envejecer, llenarse de achaques y enfrentar las dolencias finales, sin dejar de tener curiosidad por la vida. Laika no lo sabe, pero en su última caminata, ya casi agonizante, no dejó de interesarse por una perrita que salió a pasear. Genio y soltura hasta la sepultura.

Es una lección que nos llega a tiempo. Ver transcurrir tan cerca una vida entera, te recuerda que la vida no es eterna. Josefo pasaba muchas horas tomando el Sol y viendo a lo lejos, así estuvo hasta el final, como queriendo saborear cada segundo de la existencia. Eso debemos copiárselo más, admirar la vida, dejar un poco el celular, la comida atragantada, la plática insípida, las angustias repetidas y estar un poco más en el trascendente momento. Espero merecer volver a verlo, de él no tengo dudas que irá al cielo.

Se fue viendo el mar, como regresando al origen, pero en un regreso sereno y de alegre cola en movimiento. En los últimos segundos, le susurré en sus orejas que se fuera a corretear zopilotes; a esos sí los odiaba. No podía dejar de ladrarles, sólo a los zopilotes, no a otras aves. Trepaba muebles, escaleras, montículos, para tratar de alcanzarlos. Creo que Josefo amaba tanto la vida, que no podía sino protestar ante un símbolo de la muerte, apenas ahora me doy cuenta.

Hasta un cocodrilo -su enemigo y amigo de siempre- derramó una lágrima sincera por su partida. Así son los perros, nos parten el corazón sin consideración alguna porque se empecinan en vivir menos que nosotros. Josefo se fue a los 13 años nuestros, que eran 89 para él. Deberíamos tener un perro de vida, uno que naciera con nosotros y envejeciera a nuestro lado, como nuestro dæmon, como la manifestación física de nuestra mejor conciencia.

Sin embargo, no podemos dejar de darles las gracias por hacer nuestro corazón y nuestra alma más grandes. Nos enseñan tanto: lealtad, amistad incondicional, respeto mutuo, paciencia infinita y humildad. Me pregunto si podemos ser verdaderamente humanos sin tener perros. Sé que nosotros los hicimos a ellos, partiendo de los lobos; pero ellos también nos hicieron a nosotros, partiendo de simples animales bípedos.

Espero que haya sido feliz, tengo la certeza peregrina que así fue. Nos deja un vacío importante, pero es una pérdida diminuta a cambio de todo lo que “Chefo” sembró en la memoria de la familia. Pienso en él y sonrío, le doy las gracias y le deseo que descanse perrunamente en paz.

Ahora sí que se cuiden los zopilotes, los ingenuos que se le crucen en su ascenso.

[i]Mérida, Yucatán[/i]
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