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Ricardo López Santillán*
Foto: Pablo Ramos
La Jornada Maya

Sábado 28 de diciembre, 2019

El presidente constitucional de este país, luego de poco más de un año al frente del poder Ejecutivo, nos ha venido acostumbrando a aceptar que toma algunas decisiones sin consultar al Legislativo ni a otros sectores sociales. Su primer decreto fue convertir la otrora residencia oficial de Los Pinos en un centro cultural. De ahí en adelante, incluso algunos proyectos de gran envergadura que por ley deben pasarse a consulta, como el caso del así llamado Tren Maya, hayan revelado que las asambleas han sido sino una especie montaje en el que todo está preparado para que se apruebe lo que él ya decidió poner en marcha.

Ahora bien, en este país de “apocalípticos” e “integrados” (según la dicotomía clásica propuesta por Umberto Eco) eso tiene, como era de suponerse, efectos encontrados y polarizantes. En el primer sector, el de los apocalípticos, se ve en esta forma de hacer gobierno, un atentado a la democracia. Por otro lado, los integrados ven a un presidente fuerte, capaz de tomar decisiones y que aprovecha su popularidad para hacer lo que le conviene al pueblo.

Lo acontecido ayer, que comenzó con la acostumbrada rueda de prensa mañanera y siguió a lo largo del día con la firma de los decretos, es sólo un ejemplo más de su estilo personal de gobernar. Los integrados estarán prestos a aplaudirlo hasta enrojecer sus manos y los apocalípticos insistirán que este Presidente va a llevar al país a la ruina. Para evitar este pensamiento dicotómico, propongo que analicemos, aunque sea de forma breve, lo decretado ayer. Con su firma al calce, sólo falta que los decretos entren en vigor a partir del 1 de enero de 2020, una vez que se publiquen en el Diario Oficial de la Federación.

Insisto, no debe sorprendernos. Si en menos de un año acabó él solo con la corrupción, no veo porqué en lo que resta del sexenio, con todo su equipo trabajando en ello, no habría de acabar con siglos de asimetrías que hieren profundamente a esta triste nación. Lo de ayer no tiene parangón. A primera hora de la mañana anunció que, para comenzar el 2020, en México quedan abolidos, y por lo tanto habrán de erradicarse, el clasismo, el sexismo y el racismo. Así los enumeró, en ese orden, considerando la dimensión demográfica de cada uno de estos flagelos.

Desde sus años en la FCPyS de la UNAM y de sus muy pausadas lecturas de Wallerstein y Balibar, el Presidente sabe que estos tres son las grandes injusticias del sistema mundo capitalista. Que el neoliberalismo, si bien las ha tratado de atenuar con políticas y retórica de inclusión, lo cierto es que no ha resuelto los problemas; más bien parece que, al contrario, los ha exacerbado. El clasismo es más marcado que antes por las abismales diferencias salariales y socioculturales (a este respecto se comprometió a no usar nunca más el desafortunado término de [i]fifís[/i], pero advirtió que nunca dejaría de llamarlos [i]señoritingos[/i]). En el caso del sexismo porque ahora trabajan más mujeres y, aunque les paguen menos, eso ha hecho enfurecer a ciertos varones que “se desquitan” de esas libertades por ellas adquiridas con distintas formas de violencia. En el racismo, por su parte, aunque digan que se resolvió con el mestizaje, cierto es que la población con origen étnico sigue falta de representación y protagonismo en la vida nacional, ya ni se diga del muy traído y llevado pantone mexicano que hace que los autorreferidos [i]Whitexicans[/i] estén más presentes entre las élites. Cierto es que pensar que un grupo humano es mejor que otro porque gana más, porque estudió más, porque es de piel más clara, porque es varón o porque no pertenece a un grupo étnico, es un anacronismo de los siglos pasados. El México del siglo XXI no puede seguir arrastrando esos atavismos y por ello celebro con frenesí el decreto presidencial.

[Ya siento que me zumban las orejas por todos los improperios y los recuerdos a mi madre que ahora me están recetando los apocalípticos que ven toda decisión presidencial como un paso que nos acerca aún más hacía al abismo].

Si bien soy partidario de una vida democrática, de consultas en distintos niveles, en la que participen cuerpos colegiados o asambleas, así como grupos sociales diversos, considero un acierto que el Presidente haya decidido de manera unilateral en esta ocasión (como en varias más) decretar la abolición de estos lastres de la vida nacional. Estoy cierto que estas decisiones, si se aplican las sanciones correctas para lograr los objetivos planteados en los decretos, harán que se genere un cambio sociocultural que redunde en un enorme beneficio para el país. Falta que el jefe del Poder Ejecutivo decida abolir la intolerancia: la suya propia que no es sino la misma que se padece de forma generalizada en este país de irreductibles y de gente incapaz de buscar consensos. También falta que decrete que, en aras del interés supremo de la nación, se respeten todas las formas cívicas habidas y por haber.

*Investigador de la UNAM, adscrito al CEPHCIS.

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En este di?a enrevesado nada se puede creer, pues los Santos Inocentes todo lo van a torcer. Este contenido no corresponde a la realidad y su u?nico fin es el entretenimiento.



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