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José Ramón Enríquez
Foto: Afp
La Jornada Maya

Miércoles 27 de noviembre, 2019

Es la perfecta compañera de viaje para alguien como yo, patológicamente sedentario. Odio viajar y ella no puede quedarse quieta: es una errante en busca de otros como ella y viene a caer en mis manos sin forzar mi incapacidad para moverme hasta convertirme en uno más de [i]Los errantes[/i] (Editorial Anagrama, 2019) y fascinarme.

Viajamos juntos. Todo lector, errante o sedentario, viaja con ella y recupera ese antiguo placer, perdido en nuestros tiempos, de la charla, de la información de cosas aparentemente nimias que son, sin embargo, estructura íntima de la vida. Y, sin darnos cuenta, Olga Tokarczuc traza con cada uno de nosotros el mapa del propio viaje. Del oriente al poniente (largo para los viejos) y del norte al sur, de la helada Islandia a Nueva Zelanda. De los puntos imaginarios de partida a los sitios imaginados para el arribo.

Olga Tokarczuc es fascinante. El Premio Nobel 2018 al que un vulgar escándalo traslapó y diera aún más sombra el hecho de que haya sido anunciado junto al Premio Nobel 2019 para un autor tan famoso y conflictivo como Peter Handke, ahora se reivindica al permitir la gracia santificante de conocerla y de charlar con ella.

Nacida el 29 de enero de 1962, en Sulechów, Polonia, y psicóloga de profesión, no sólo viaja en la geografía sino también en el tiempo. Pero [i]Los errantes[/i] no es un libro de historia ni de viajes, es una novela espléndidamente bien contada en la cual Olga, o su álter ego ficticio, ejerce como narradora pero con una serie apasionante de personajes entretejidos a lo largo de sus cuatrocientas páginas. Al hacerlo, traza una serie de relaciones y de mapas tan improbables como los que ilustran la edición.

Comienza por compartirnos su “dolencia pequeñoburguesa”, su “síndrome de desintoxicación perseverante” que la hace sentir atraída por lo defectuoso, las “formas que descuidan la simetría” esas que crecen a lo ancho, “lo que existe a la sombra de la conciencia”. Y se lanza a la búsqueda de un dios pequeño, prácticamente olvidado, del que no trató Ovidio, por ejemplo, un dios muy menor que no puede compararse al inefable Cronos contra el cual parece haberse rebelado. Se trata de Kairós. Lo hace a través de la historia de un viajero más, Kunicki, uno que pierde a su esposa y a su hijo en una isla muy pequeña del Adriático.

Una de sus guías para viaje, omnipresente en el libro, es [i]Moby Dick[/i] de Melville cuyo monólogo de Ahab ha llegado a memorizar otro de los personajes de [i]Los errantes[/i]. Tras él, el doctor Blau y sus experimentos para la plastinación de los cuerpos que obsesiona a Olga. De la sonrisa que provoca la ingente labor de un vendedor de nombres para niños que llegarán al mundo a la sensata, afectuosa decisión de procurar la eutanasia sin mover un músculo siquiera del propio rostro. Todo tras atestiguar el suicidio de las ballenas y la simple comprobación de que se existe en las complejidades de alguno de los mapas tan finamente trazados. Al fin, nos lleva a oír al anciano profesor explicar cómo Kairós “opera allí donde se cruzan el tiempo humano -lineal- y el divino -circular-.”

Ella emprendió su viaje “en pos de otro peregrino” y en lugar de uno “sometido a plastinación” se ha encontrado con un sedentario como yo. Y le respondo aunque no llegue a oírme. Pero tal es el objetivo de este tipo de charlas, que se pierdan como la memoria de dioses aún menores que Kairós. Después de sonreír ante mi epifanía, me dispongo a comprar otra novela de Olga Tokarczuc que, me entero, hace tiempo está a la venta: Sobre los huesos de los muertos. No puedo resistirme a otro viaje a su lado. A otra muy larga charla.

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