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La Jornada Maya
Foto: Marco Peláez

Lunes 21 de octubre, 2019

Los dramáticos sucesos ocurridos en Culiacán el pasado 17 de octubre, al parecer ya no admiten más que dos lecturas: la primera que este editorial refrenda como propia es que el Presidente de la República evitó el baño de sangre al decidir la liberación inmediata de Ovidio Guzmán López –hijo de Joaquín El Chapo Guzmán-”, quien había sido detenido en un operativo especial de fuerzas federales al filo de las 14 horas de ese mismo día.

A la mañanera siguiente, el propio Presidente asumió con sobriedad las razones y el costo de su decisión, al señalar que en el balance de ventajas y riesgos del que tuvo conocimiento por la tarde del miércoles, quedaba clara una desventaja notable de las fuerzas del Estado frente a la dimensión, capacidad de fuego y virulencia del despliegue del Cártel de Sinaloa.

Sin ambages, el Presidente aceptó que no dudó en otorgarle prioridad a la defensa de la vida de decenas de ciudadanos; hombres, mujeres, jóvenes y niños inocentes, antes que obstinarse en ostentar como trofeo la detención del presunto delincuente, así éste tuviera una orden de aprehensión legal y un reclamo oficial de extradición del gobierno de Estados Unidos.

La segunda lectura que se ha propagado, en medios convencionales y digitales, compartida como opinión de partidos, personalidades, articulistas y redes sociales, es que el Presidente se rindió ante una fuerza criminal, con lo cual –bajo esa lógica- se extravió el Estado de derecho y se abdicó del uso de la fuerza legítima que la Constitución le confiere al propio Estado y a las instituciones que López Obrador conduce y representa.

En esta segunda lectura se elevan los decibeles y la estridencia del debate público y si bien gravitan muchas opiniones legítimas, no se puede obviar que también, y sobre todo, crece y se alimenta una fase superior de la ofensiva de las fuerzas claramente identificadas con un autoproclamado ¨polo opositor¨, que aún en minoría y baja legitimidad electoral, social y política, escamotean y menosprecian las premisas éticas que sustentaron la decisión presidencial de evitar el baño de sangre referido antes y, en general, descalifican al gobierno de la 4T, así como la estrategia de pacificación que éste ha comprometido para enfrentar un escenario nacional de inseguridad y pérdida de gobernabilidad de regiones enteras que, en lo fundamental, fue heredado por esas mismas élites y fuerzas hoy opositoras (con más de 250 mil víctimas) y que se ha visto recrudecido en los meses recientes.

Al respecto, cabe decir que resulta inevitable ubicar la extraordinaria coincidencia de este rebrote de la violencia criminal, con la fase crítica y decisiva que vive la estrategia del combate a la corrupción y a la delincuencia de “cuello blanco” en que se ha empeñado frontalmente el presidente López Obrador y que, en tiempo récord, ha puesto en virtual barandilla a buena parte de la pléyade de personajes de la clase política, sindical y empresarial del status quo, quienes ejercieron y ostentaron el poder del Estado y de los poderes fácticos del país, utilizando y pervirtiendo la ley, las instituciones y el patrimonio público, bajo un esquema de contubernio, connivencia y complicidad, coronado con una impunidad ofensiva, particularmente durante los tres sexenios pasados.

¿Quiere decir lo anterior que no hay crítica que ejercer, ni nada que corregir, en la estrategia de seguridad, luego del Culiacanazo? Por supuesto que no. Pero antes de pasar a un balance al respecto, debe enfatizarse que son más quienes piensan que ciertamente hay un punto de inflexión ético y político en el proceder del Presidente, que tiene como núcleo, justamente, la decisión de evitar el baño de sangre y la confrontación como método, en lugar de optar como fue común en el pasado, por un ejercicio estridente de la fuerza federal, sin atender a “daños colaterales”, para ostentar como espectáculo la cabeza o el cuerpo de un integrante del crimen organizado.

Dicho lo anterior, es indudable que el gobierno de la República, efectivamente está obligado a reevaluar las premisas, el diseño y la estrategia que el Presidente ha puesto en juego, al conceder a la Guardia Nacional, bajo un esquema convergente con las fuerzas armadas, el papel angular de la estrategia de pacificación del país. Lo que los eventos del miércoles pasado revelan no es nuevo: Desde hace tiempo, la inteligencia del Estado acredita que los cárteles del crimen organizado, pero sobre todo el de Sinaloa (en competencia con los del Golfo/Zetas y CJNG), se constituyeron en los hechos, en EJÉRCITOS REGULARES y dejaron de ser simples células diseminadas y en disputa doméstica del territorio.

No puede obviarse, en modo alguno, que existe una dimensión trasnacional que alude al mercado mundial que, para efectos prácticos, funciona bajo la misma lógica de las cadenas de valor reconocidas como lícitas; es decir, como una poderosa industria farmacéutica clandestina, paralela a la oficial.

Del mismo modo, se ha acreditado fehacientemente que la responsabilidad mayor del tráfico de estupefacientes está en la demanda ubicada en Estados Unidos, lo cual agudiza la competencia territorial y dada la permeabilidad de los circuitos financieros y mercantiles, la economía criminal se funde y se confunde en la licuadora global, al punto en que desde hace más de una década, se ha integrado a la agenda bilateral de México con Estados Unidos y a la suscripción de tratados internacionales para combatir el crimen organizado en todas sus facetas.

En consecuencia, está acreditado que en Sinaloa, en el Triángulo Dorado y ahora en parte de Sonora, esos cárteles son cuasi-gobiernos y tienen ejércitos regulares, justo en proporción directa a la cadena de valor que representan en los mercados finales. Por ello, el mal diseño del operativo del jueves pasado deja un vacío, incertidumbre y uno o más eslabones perdidos que deben ser dilucidados.

La posibilidad de que haya existido una filtración o incluso una cadena de actos de deslealtad institucional, hasta una secuencia conspirativa de las élites hoy arrinconadas política y penalmente, obliga a auditar los vínculos que van de los cuerpos de policía estatales, municipales a los cuerpos de seguridad federales, incluida buena parte del Ejército, para determinar si siguen o no funcionando los vasos comunicantes y contaminantes que se desarrollaron y que fueron una constante en los recurrentes episodios sangrientos y pérdidas de vidas humanas que se acumularon en la historia criminal de los años recientes.

En este punto, es necesario subrayar que la estrategia de pacificación del Presidente tuvo en su gira por Badiraguato, Sinaloa, al inicio del año en curso, un momento emblemático al presentar los programas sociales de su gobierno para sellar un pacto ético con la población civil de esa región –y dejar un mensaje civilizatorio a los cárteles- para cerrar el paso a la doctrina de destrucción mutua a cualquier costo y poner en prioridad el respeto a la integridad de las familias que, por tradición, cultura y necesidad económica y movilidad social, saben que sus hijos tienen la tentación de militar o de plano forman parte de esas organizaciones.

Quienes ven ingenuidad en estos actos del gobierno son los mismos que nunca se detuvieron a valorar críticamente la ausencia y el vacío de los presidentes y autoridades que precedieron a la actual administración y que mucho menos se atrevieron a caminar por las mal llamadas “zonas de guerra” o, si lo hacían, era amparados en un despliegue ostentoso e inútil de los aparatos de seguridad, en un mensaje más de amenaza que de protección y certidumbre, y que en infinitas ocasiones dejaron huir a los detenidos recibiendo jugosas pacas de billetes.

En síntesis, el Presidente hizo lo correcto el pasado 17 de octubre, a pesar del costo en imagen y el eventual debilitamiento de su popularidad, al que han apostado quienes son minoría en la correlación de fuerzas en disputa y que han recrudecido su virulencia en meses y días recientes.

Al evitar el baño de sangre al que se orientaba el operativo de detención de Ovidio Guzmán López, el presidente López Obrador no sólo preservó la vida de decenas y tal vez centenas de mexicanos, sino que ganó en autoridad moral para corregir lo necesario en su estrategia de pacificación nacional y, por supuesto, para evitar que las fuerzas conservadoras –de haberse dado una masacre de amplio impacto- tuvieran hoy a su gobierno, en virtual colapso y en una derrota irreversible de la Cuarta Transformación que él encabeza.

Por supuesto, la conclusión de este balance obliga -como ya se dijo- a reiterar que sigue vigente la asignatura de recuperar con eficacia tangible y medible, el uso de la violencia legítima que la propia estrategia de pacificación impone, bajo parámetros rigurosos de protocolos civiles y militares que preserven el Estado de derecho y en especial, la prevalencia de los derechos de la población civil y el respeto a los derechos humanos.

En ese contexto, corresponde al secretario de Seguridad Pública y Ciudadana, Alfonso Durazo Montaño, salir al frente y afrontar ese déficit, recomponer el modelo de comunicación e inteligencia junto con la Secretaría de Gobernación, hoy en crisis, y ganar en credibilidad ante la población, porque tarde o temprano el Estado se volverá a enfrentar con ejércitos regulares ilegales o con emboscadas derivadas del encono y la vendetta política, de quienes reclaman y pretenden ejercer para sí, el uso de la violencia y la hegemonía territorial, por encima del Estado.


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