de

del

Ulises Carrillo
Imagen: Fresco 'Matanza de Cholula', de Félix Parra
La Jornada Maya

Domingo 13 de octubre, 2019

La historia disfruta de las coincidencias; tal vez es su forma de decirnos que no todo es ciencia y mucho es augurio. El 12 de octubre de 1492 Cristóbal Colón llegó a territorio americano e hizo su descubrimiento; el mismo 12 de octubre, pero esta vez de 1519, Hernán Cortés partió de Tlaxcala rumbo a Cholula.

Hernán Cortés llegó a lo que hoy es el estado de Puebla al frente del primer ejército mestizo de las américas: españoles, otomíes, totonacas y, especialmente, tlaxcaltecas. En Cholula lo esperaba una emboscada concebida a medias, con voluntad titubeante, con la ilusión -jamás la firmeza- de detenerlo. La ciudad prehispánica que pasaría a la historia por una atroz masacre -culpa de ambos bandos-, era la última parada antes del Altiplano. Cholula era la puerta de entrada a la casa que el dueño del Valle de México no sabía si abrir o cerrar.

El titubeo mexica, las acciones a medias, las ofensivas tímidas, el intentar pactar lo imposible, el no saber si usar la cortesía y el regalo o la lanza y la guerra, es lo que les permitiría a los conquistadores de 1519 llegar a Tenochtitlán en una posición de ventaja sicológica, estratégica y en condiciones de inferioridad numérica cada vez menos desventajosas.

Hernán Cortés, el triunfador milagroso de la batalla de Centla, en lo que hoy es Tabasco (https://www.lajornadamaya.mx/2019-03-21/Los-jinetes-del-equinoccio), el que derrotó al líder de los mayas chontales -el señor Taabscoob- construyó victorias imposible en el papel, porque en la realidad y el terreno de batalla tuvo la determinación que sus rivales nunca mostraron, hasta que fue demasiado tarde. Del mismo modo, el conquistador contemporáneo nacido en ese estado del Sureste, triunfaría en nuestros días con una perseverancia casi mesiánica en la campaña -esta vez electoral y no militar- frente a un régimen en decadencia que nunca entendió lo que estaba enfrentando; ganaría como una ola sociopolítica entre el hartazgo y el deseo de cambio, cualquier cambio.

[b]Arranque de emboscadas[/b]

En todo caso, el arranque de la batalla real por el alma de México fue idéntico, fue un arranque de emboscadas: una en Cholula y la otra con un juicio de desafuero en el 2005. Las dos trampas fueron muestras de un régimen que quería triunfar sin verdaderamente pelear, las dos estrategias mal cocinadas por parte de los tlatoanis de Chapultepec.

De las dos emboscadas, los dos conquistadores -el victorioso en Centla hace 500 años y el nacido en Tepetitán en 1953, siempre en Tabasco- saldrían multiplicados, uno en soldados y víveres, otro en ciudadanos dispuestos a manifestarse y votar.

En la Cholula real quedó claro que la conquista sería a sangre y fuego, aunque Moctezuma rehuyera el combate directo; en la Cholula virtual, cinco siglos después, la de emboscadas jurídicas y mediáticas, quedaría claro que el régimen peleaba por su vida, pero sin fe. A Hernán Cortés le tomaría tres años completar su meta; al conquistador de nuestros días le esperaban igual cantidad de elecciones antes de recibir las llaves de la nueva Tenochtitlán, hasta en eso los números coinciden: tres.

Moctezuma nunca supo qué hacer con Cortés, cambiaba de parecer cada día, a veces su opción era la paz, los regalos, el pacto, la recepción gloriosa; un minuto después la decisión apuntaba a la guerra y el asalto militar, mientras el ejército mestizo avanzaba y avanzaba. Contra el nacido en Tabasco, el nuevo Moctezuma -también de singular penacho envaselinado- nunca supo qué hacer, debatiéndose entre la más inverosímil de las pusilanimidades o la más viril de las estrategias de publicidad hueca. Sólo los que no lo quisieron ver, no pudieron prever el sentido final del desenlace: es más fuerte un ejército de corderos encabezados por un león, que un ejército de leones guiado por un cordero.

Cholula fue la matanza que bordeó en el genocidio. Cortés descubrió los planes en su contra, tanto por señales obvias en algunas barricadas en las calles, como en las decenas de casas con sus techos llenos de piedras listas para ser lanzadas. Aparentemente, la última señal confirmatoria de que algo se tramaba fue la confidencia hecha a Doña Marina por una mujer de la nobleza de la ciudad, quien en un acto de absoluta ingenuidad intentó salvar a la jefa de inteligencia y comunicación del ejército invasor, a Malintzin.

[b]El nuevo conquistador[/b]

El nuevo conquistador, el de nuestro tiempo, vivió momentos similares antes de su victoria en las urnas: ataques rabiosos que no lo destruían, ofertas absurdas, amenazas terribles y después llamados a la civilidad y el coqueteo. Nadie sabía qué hacer y por eso mal intentaron todo, sin hacer bien nada.

La fortuna, como siempre, favoreció al que buscaba -sin dudas- la victoria. Las armas de la emboscada ya no eran las piedras, sino los videos filtrados, los anuncios misteriosamente pagados, los dioses invocados como estrategas de campañas sucias, la letanía de indicadores económicos y de inversión extranjera de perfil apocalíptico, siempre como augurios del fin del mundo y del viejo sol.

Ante una guerra que se libró entre cobardías, dobles caras y con el regalo acompañado de un puñal, los dos conquistadores respondieron enviando mensajes absolutos: la eliminación de los soldados y generales que sirvieron a sus enemigos, una eliminación acorde a los medios de moda en su época. En Cholula, la espada y el arcabuz; en la nueva Cholula, las detenciones sin fianza, las investigaciones de contraloría, el congelamiento de cuentas. Es lógico lo que les pasa a los que fallan en una emboscada. Nada nuevo bajo el sol.

La amargura y deshumanización de las batallas que esperaban a los conquistadores de hoy y de hace 500 años quedó definida por los acontecimientos de aquella Cholula de pirámides y de la Cholula jurídica del terreno incorrectamente expropiado y el desacato que el zorro Tlatoani no tuvo las botas para sostener. Después de la Cholula de pirámides o la jurídica, la batalla ya no era por oro o un cargo, sino por un tema existencial, no podían coexistir los dos órdenes políticos. Empezó, sin piedad y sin honor, el choque absoluto de imperios y visiones políticas. ¿Qué hubiera pasado si Moctezuma hubiera comprometido sus tropas de manera decisiva y suficiente o el desacato se hubiera llevado a sus últimas consecuencias? ¿Otra historia, otras batallas? ¿Mismos resultados?

[b]Desafuero[/b]

Sin duda, el corazón de Hernán Cortés se endureció en aquel 18 de octubre de 1519, una semana después de haber llegado a Cholula, cuando descubrió la intriga y ordenó la muerte, básicamente a sangre fría, de cientos de líderes cholultecas desarmados, pero cómplices de una conjura mal concebida y peor ejecutada. Lo mismo le debe haber pasado al corazón del nuevo conquistador de México en aquel 2005, cuando su juicio de desafuero quedó firme y dos legisladores locales opuestos a él incluso pagaron su fianza, en un intento de dar legitimidad al proceso en su contra. Sin embargo, ambos conquistadores sobrevivieron y aumentaron sus ejércitos.

Después de la matanza de Cholula, Hernán Cortés pudo marchar hacia el Altiplano con casi 9 mil soldados indígenas que veían en él una causa que parecía la ganadora. Por su parte, el conquistador de las cuatro iniciales pudo, en ese 2005, ver marchar a cientos de miles respaldándolo y hacerlo sentir que nacía una nueva leyenda de la política nacional, para bien y para mal. Muchos se preguntan, como nota al pie de la historia, por el general poblano que acompaña al nuevo conquistador, y lo inverosímil de su alianza; tal vez la explicación es muy simple: él fue de los que en esa Cholula estuvieron con él, uno de los pocos líderes poblanos que sobrevivieron la tentación de la emboscada, uno de los que en el 2006 votó y perdió con él. Su regreso y redención es natural.

[b]Desde 'La Chingada' a Tenochtitlán[/b]

En cualquier caso, a los dos conquistadores los esperaban muchos años de lucha más, la victoria estaba lejos, mucho más lejos de lo que pensaban ellos y sus seguidores, nuevos o de siempre. A la vuelta de la esquina estaban sus “Noches Tristes”: para uno tratando de escapar bajo la cubierta de la noche de Tenochtitlán, para el otro en la derrota electoral del 2006. Ambos sobrevivirían para pelear otro día, para regresar a Tenochtitlán, uno desde Veracruz y el otro desde [i]La Chingada[/i]. El extremeño y el tabasqueño estarían más curtidos y dispuestos a enfrentar por todos los medios legítimos e ilegítimos a una clase gobernante anidada en la Ciudad de México, una élite cada vez más en pánico, más descompuesta y contaminada, más cercada y sin brújula.

Las falsas cortesías seguirían, las promesas de respetar la ley y la civilización las harían todos los bandos en las dos épocas y en las dos guerras, la de hoy y la de hace 500 años, pero la línea estaba clara: esto era una batalla total para apoderarse de todo. Del triunfador sería el reino y, también, la venganza ejemplar, legítima o de pura entraña y rencor, da igual.

[i]*Analista y escritor, meridano [/i]

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