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Felipe Escalante Tió
Foto: Cuartoscuro
La Jornada Maya

Jueves 3 de octubre, 2019

Corría el otoño de 1998. Un año antes, en Morelia, la delegación de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) había presentado un proyecto muy convincente para organizar el vigésimo primer Congreso Nacional de Estudiantes de Historia, y obtuvo una abrumadora mayoría de votos; por tal motivo, casi medio millar de historiadores en ciernes pululábamos por los pasillos de la Facultad de Filosofía y Letras, pero la sesión inaugural tenía un atractivo para los que no estudiábamos en el Distrito Federal: una conferencia magistral dictada por Miguel León Portilla.

Con el tiempo, creo que aquel grupo fue privilegiado. Aquella inauguración fue de las últimas veces que se pudo utilizar el auditorio Justo Sierra, o Che Guevara, porque se le conocía por igual, para una actividad universitaria, y prácticamente todos los presentes habíamos leído La visión de los vencidos más de una vez; la primera porque ya era un texto clásico y obligatorio en cualquier universidad, la segunda a raíz de la aparición del Ejército Zapatista de Liberación Nacional.

Aquel hombre hablaba con pocos cambios en la entonación, al menos un buen tramo de la conferencia. Algunos, sin mucha pena, lanzábamos algunos bostezos, preguntábamos por lo bajo a qué hora iba a ser la primera borrachera o de plano comenzaba la detección de alguna posible conquista. Sin embargo, algo en la mesa hizo que todos volviéramos la atención al conferencista: había cambiado el tono de voz y comenzó a manejar inflexiones; segundos después, nuestros oídos entendieron porqué las descripciones españolas decían que el náhuatl sonaba a canto de pájaros, y aquel idioma había hecho suyo a León Portillla, quien remataba con una frase tal vez muy usada, pero que nos rindió a todos para tributarle una ovación:

“In quexquichcauch maniz cemanahuatl, ayc pollihuiz itenyo yn itauhca in Mexico-Tenochtitlan”. En tanto que permanezca el mundo, no acabará la fama y la gloria de México-Tenochtitlan.

En efecto, don Miguel nos había dado una gran lección de docencia de la historia, mostrándonos que el historiador es también un artista capaz de envolver al auditorio, de encantarlo, cautivarlo. Se escucha fácil decir que se puede presentar textos complejos en un lenguaje sencillo, pero es lujo de grandes eruditos. Eso fue tema de discusión varios años después, con otros compañeros; algunos habían tenido cerca a León Portilla, pero habían encontrado más admirable a Edmundo O’Gorman, especialmente su idea de la invención de América, que no su descubrimiento y mucho menos un encuentro de dos mundos, como parecía haber querido el primero.

Miguel León Portilla recibirá seguramente un homenaje por parte de la UNAM. Esa fue su casa, su vida. Su legado tal vez esté disperso, pues alumnos tuvo muchos, pero tal vez debamos revisar un poco su figura: quien lo viera por primera vez difícilmente pensaría que era hablante de una lengua indígena, acostumbrados como estamos a asociar el idioma al fenotipo. Esa aparente contradicción es parte de su legado; es la carga que en su concepción cada generación pasa a la siguiente, y seguramente habremos de leer otra vez La visión de los vencidos, pero esta vez buscando cómo él quiso recuperar una memoria y hacernos ver el mundo indígena vivo, el actual.

Entonces tendremos que buscar de nuevo esas memorias, reconocerlas, incluirlas en el diálogo cotidiano y finalmente admitir que estamos todos en el mismo mundo y necesitamos aprender unos de otros. A fin de cuentas, don Miguel también solía decir que mexicano que odia lo español, en realidad se odia a sí mismo. Trabajar para reconocer y dar a conocer otras memorias fue lo que lo hizo universitario, universal.

Soñemos entonces con medios en lenguas indígenas, no sólo con espacios; pero también con monumentos en los que las memorias dialoguen; es tiempo de recuperar historias, admitiendo que nuestras diferencias pueden unirnos como humanidad.

[i]Mérida, Yucatán[/i]

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