Churchill en el París de 1919

José Ramón Enríquez
Foto: Afp
La Jornada Maya

Jueves 12 de septiembre, 2019

Coinciden los 100 años del Tratado de Versalles, el cual dio fin oficialmente a la Primera Guerra Mundial, con los 80 años del fin de la Guerra Civil española. Y [i]París, 1919[/i] (Tusquets, Editores) de Margaret MacMillan nos permite ver a Winston Churchill manipulando hilos desde las bambalinas en ambos acontecimientos.

Para mí es mucho más sombrío que simpático el personaje del rechoncho aristócrata inglés nacido en Estados Unidos. Desde la primera página de este estudio fundamental, la autora llama la atención no sólo sobre los tres grandes protagonistas del Tratado de Versalles (Woodrow Wilson, presidente estadounidense, David Lloyd George, primer ministro británico, y Georges Clemenceau, primer ministro francés) sino también sobre que “no menos fascinantes son los ‘secundarios’ de esta obra: personajes como Lawrence de Arabia, Winston Churchill y Ho Chi Minh, que años después desempeñaron un papel decisivo en la historia del siglo XX”.

Después de la Segunda Guerra Mundial la fama de Churchill lo elevó a la altura de héroe no sólo británico sino del mundo libre, por la victoria sobre el Eje y por la vigilancia de ese mundo definido así en relación con el existente tras lo que él mismo señaló como “cortina de hierro”. No era suya esa esa definición pero, como muchas otras cosas, se apropió sin el menor pudor de ella porque contenía su profundo anticomunismo, resultante de una visceral toma de postura contra las clases trabajadoras. Para Churchill, como para Marx, la lucha era de clases y a lograr una victoria trascendental se dedicó desde la Primera Guerra Mundial.

Ya no era el máximo responsable del Almirantazgo durante las conversaciones en el París de 1919 pero sí era ministro de Estado y, como tal, participó en un reparto del mundo que se hizo más en oposición al avance de la reciente Revolución soviética que en defensa de las naciones frente al militarismo alemán, al cual dejaron vivir para impedir el crecimiento de un bolchevismo que veían en cualquier reivindicación obrera. Aun cuando no hace excesivo énfasis en este anticomunismo fundamental que era quizás el único punto firme de unión en los Aliados, el libro de Margaret MacMillan sí lo deja muy claro, así como la rotunda cruzada de Churchill por exacerbarlo.

Dos décadas después, desde esta perspectiva se entiende nítidamente esa neutralidad europea en la Guerra Civil española que no sólo sacrificó a un pueblo y a una democracia sino que resultó absolutamente suicida para un “mundo libre” que veía como propia la cruzada fascista de Franco aunque declarara lo contrario. De no ser por su militarismo y su revanchismo contra lo acordado en el París de 1919, el Hitler de 1939 pudo ser un buen aliado para la clase dirigente de la Europa que habría de desangrar. Más que miopía, fue su profunda aversión a las clases trabajadoras y en general a los pobres y a las razas inferiores que emergían frente a ellas, lo que dejó crecer al Eje.

Más o menos lo mismo ha ocurrido con distintos errores históricos en apariencia inexplicables de las potencias democráticas.

Cuando uno se acerca al libro de historia como a un relato apasionante (y el de Margaret MacMillan lo es) o con una curiosidad vindicativa para entender cómo se gestó ese crimen internacional de abandonar a la República española tras un vergonzoso discurso de pureza neutral, te resulta un acto de justicia poética comprobar cómo todo les salió al revés.

Por ejemplo, de haber moderado Winston Churchill, en el París de 1919, su fobia ante la organización proletaria no hubiera tenido que tragarse a Stalin como aliado en la Yalta de 1945.

[i]Mérida, Yucatán[/i]
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