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Texto y foto: Fabrizio León Diez
La Jornada Maya

Lunes 29 de julio, 2019

Coincidimos en varios velorios y pocos funerales. El de ayer no podía ser la excepción, pues era el propio.

En las ocasiones en que nos encontramos, Eniac Martínez y quién escribe invariablemente caíamos en todos los lugares comunes que ocurren y se dicen frente al féretro.

Muchas veces el cadáver del personaje principal era cercano o completamente desconocido por nosotros, pues nuestra presencia ahí era por una cuestión de trabajo. Así vimos a hermanas, maestros, policías, magnates, políticos, campesinos y amigos, todos ellos acaecidos.

En una de esas ocasiones, un funeral tornó el dolor a una comedia negra; ritual plañidero y barroco que nos impulsó a abandonar el panteón y dirigirnos al bar más cercano donde, en breves minutos, brotaron en palabras infinidad de calificativos y adjetivos sobre la imposibilidad que tiene el muerto de intervenir en sus propias exequias, a menos que lo deje establecido por escrito, armado y pagado. Esa es la única manera de controlar anticipadamente una escena que no vas a ver, pero que sin duda te imaginas.

Habrán pasado un par de horas, o menos, cuando ya estábamos detallando nuestros velorios y funerales a partir de lo que no queríamos que sucediera, por lo que hicimos una promesa: a quien le tocara primero asistir al del otro se encargaría de que se cumplieran ciertos detalles e impedir aquellos ajenos a nuestra estética y manías.

Obvio no me acuerdo de lo que él me dijo y menos de lo que marqué para el mío, pero la plática nos llevó a ceremonias inconmensurables, sueños de concierto y lo más rupestre de antaño, como si lo fuéramos a ver y sentir. El entusiasmo fue menguando, pues nuestra embriaguez iniciaba un ritmo en donde nos empezamos a estorbar.

Cuando ensayamos nuestros epitafios con voz engolada y empezamos a redactar en juego los encabezados que tendrían los periódicos, los sumarios de las notas, las esquelas y reseñas de nuestra vida, nos desternillamos de risa.

Con la mirada complaciente de la mesera pudimos actuar algunas escenas en las que nuestros cercanos se conmovían y rezaban todas las oraciones de los hermosos lugares comunes, que ya para ese momento les hacíamos reverencia.

Pedimos la cuenta y la dividimos de buena gana; inventamos un compromiso para cortar el tiempo juntos y concluimos los tragos largos. Estuvimos de acuerdo en que no se gastara mucho en el funeral que queríamos porque no lo íbamos a ver, menos sentir. “Pero el otro si lo vería”, me contradijo.

Nos pusimos necios sin ganas, pues sabíamos que esos momentos ya no son de uno y que son los encargados y asistentes a los velorios y funerales quienes hacen lo que pueden y quieren. “Uno no está, coño. Ya”.

Realmente nos queríamos ir de ese bar, no regresar al funeral y nos estábamos aburriendo el uno del otro, como siempre nos sucedió después del tiempo correcto, antes de que llegue el enfado cómplice.

[b]El instante decisivo[/b]

Unas horas antes de que Eniac Martínez falleciera, seis de sus amigos nos encontramos en La Bodeguita de en Medio que está en la calle de Cozumel, mientras él agonizaba en el hospital Durango. Nos escuchamos y enteramos de sus instantes lúcidos. Fueron prolongados relatos en donde descubrimos como [i]El tigre[/i] tejió fino para influirnos con sus formas y pertenecer al decorado que tocaba el esqueleto de un imaginario que él hacía realidad, en hechos fotografiados e investigados.

Extraordinario manipulador para llevar a cabo sus ensayos, Eniac utilizó, como periodista, el andamiaje que localizaba en otros y se servía de ellos, sin pena, honrando todas las fuentes, dando crédito y afecto a la amistad.

Dos de los presentes en el pre velorio que describo son sobrevivientes de colapsos y los otros testigos del vértigo; representantes de lo que vemos y hacemos sin juzgar. Hubo tremendos momentos de silencio; absolutas hipocondrías en privado y una larga cuenta de secretos.

Los pasos que siguieron a la urgencia desatada en su estado de salud fueron ejercidos en forma profesional por las mujeres y hombres más cercanos a él; la adrenalina de los últimos momentos fue dosificada en medida de lo que cada quién quiso intervenir, minutos antes de que dejó de respirar; tranquilo, sin dolor y conciencia aparente, me reveló el testigo del momento.

En la noche del velorio pasaron todos los fragmentos esperados y no. Se ejerció el lugar común y nos encontramos con los desconocidos que somos, aunque reconocidos por instantes, como el momento donde nos tomaron una foto frente al ataúd, posando.

Esa fotografía y este texto son por la promesa que hicimos en aquel funeral, supongo.

De una vez y ya.

La huella. Una impronta. El dolor. El fin, por ahora.

[i]Mérida, Yucatán[/i]
[b][email protected][/b]


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