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del

Fabrizio León Diez
Foto: De la serie 'MIxtecos' de Eniac Martínez
La Jornada Maya

Viernes 26 de julio, 2019

Antes y después de morir Eniac Martínez tuvo la certeza de que su obra fotográfica será valorada como un clásico de la fotografía y, su nombre, como un referente de México cuando se trate del documentalismo y el arte.

Inteligente y preciso, rápido y certero, tenía virtudes de espanto y errores buenísimos. De ideas geniales, sus temas fueron sin prisa y sus afectos enormes. De raza diplomática, estudió en la miscelánea de las ideas de avanzada y el orgullo de la lealtad, en varios países. Su vida profesional fue mutando de estética hasta que acomodó a la fotografía con sus obsesiones y la hizo su amante, hasta unas horas antes de morir a las 12.20 del mediodía del viernes 26 de julio de 2019, efemérides del inicio de la gesta revolucionaria en Cuba, la isla que lo marco.

Responsable guitarrista, primero, dibujante y pintor, también, Eniac llevó a buen puerto el origen de su nombre, que proviene de la primera gran computadora que se inventó en los años 60 en que nació.

Platicar con el hijo del embajador y fundador de [i]La Jornada[/i], Gonzalo Martínez Corbalá, ha sido escuchar la aventura de un amigo importante, porque estuvo en el lugar de hechos históricos, que luego se convirtieron en mitos, pues Eniac vivía en la embajada de México en Santiago de Chile cuando el general Augusto Pinochet dio un golpe de Estado a Salvador Allende, en 1973.

Era un joven de 12 años y vio a su padre enterarse de que el presidente Allende estaba en medio del fuego cruzado atrincherado en el palacio de La Moneda, salir corriendo; tomar el auto con su chofer y enarbolando una bandera, usó el fuero para tratar de salvar a su amigo. Al ver frustrado su intento, por ser bloqueado y amenazado por la fiera milicia, hizo de la embajada un refugio de perseguidos y la única fuente de comunicación internacional sobre la barbarie ejecutada.

Eniac estuvo ahí y lloró por primera vez, por convicción, cuando después de un terrorífico camino para llegar al aeropuerto y abordar el avión especial que enviaron para rescatar la vida de decenas, de regreso a México entonaron el Himno Nacional y su padre, en ese momento, se convirtió en un héroe nacional y su hijo, años después, en mi amigo.

No fueron más de tres las veces que me contó esa historia. No era afecto en airar su linaje y lo que vio en su vida familiar, pero yo le insistía en esa proeza y su paso por Cuba donde se capacitó en artes visuales y marciales. A veces accedía, pero evitaba hablar de él y sus cosas.

Cuando nos conocimos como fotógrafos de prensa en [i]La Jornada[/i] en 1986 era la fiebre del Mundial. Entre la rutina, la competencia, el dominó en las cantinas y la malicia por conseguir la atención de la belleza, nuestra relación se convirtió en un menú que no se puede repetir a diario y por eso a cada encuentro le dábamos la mayor importancia, porque sabíamos que era posible que no se repitiera.

En muy breve tiempo Eniac hizo su propia plataforma que lo impulso a obtener los reconocimientos, becas e inversiones que le permitieron hacer cientos de reportajes, convertidos en libros y exposiciones, y con ello, en un estilo celebrado por varios gremios, de tal manera que cuando nos encontrábamos ganábamos nuestro tiempo en revisar nuestra historia, vagando y curiosamente, nunca hablábamos de fotografía, aunque si de la fauna del oficio, de la cual destacó por ser el renacentista de la generación.

Cuando hizo el reportaje [i]Mixtecos[/i], se hizo y hablaba como mixteco. Su humor era digno de un director de cine italiano y su manejo en la escena popular o exquisita, fue formidable. Así se hizo fotógrafo de stills en varias películas mexicanas y extranjeras.

Resolver situaciones difíciles, ácidas, peligrosas y grotescas, donde la mentira y la simulación son fundamentales, lo llevó a tomar fotografías impublicables y de alta confidencialidad por las que arriesgó su estabilidad emocional y no pocas veces la corporal; otro de nuestros temas. “Te pasaste, tigre”, nos confesábamos.

Siempre lo salvó el miedo al miedo y esa adicción a la prudencia que tenemos luego de pasar por el filo, el barranco, la sensualidad y la seducción, sección favorita en la discusión, mientras bebíamos, obvio.

Recorrió todos los ríos, mares, montañas, aires y basureros de México. Fue fotógrafo de prensa, moda y de la policía. Editor, instructor, videosta. La vida nocturna la dominaba en varios idiomas y dialectos. Sus señas las grababa en los cuerpos y si hubiera querido podría haber sido actor, pero perdería su afición por ser invisible y la enorme aflicción por hacer el ridículo, en público. Eniac Martínez se parecía al personaje de la pintura de Portocarrero que lucia en la pared de su casa, donde conocí a la familia de mujeres; tres encantos.

Nunca se nos ocurrió hacernos una foto juntos y las selfies no existían. Al final nos encontramos hace unos meses en el aeropuerto, y al cruzarnos, de forma unísona nos gritamos; ¡tigre!, y en las miradas vidriosas nos reflejamos como animales que huelen a que se van a extrañar; su sello, su memoria.


[i]Mérida, Yucatán[/i]
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