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Texto y foto: Margarita Robleda
La Jornada Maya

Martes 16 de julio, 2019

Las vacaciones se han convertido en una complicación. Ambos padres trabajan, no hay abuelita cerca, las tías no abundan, los vecinos son unos desconocidos.

Antes era más fácil. La mayoría de la gente tenía casa en la playa. No importaba de qué lado del muelle de Progreso se encontraba, y si en primera, segunda o tercera fila. Y si ya de plano se carecía de ella, uno tenía la libertad de llegar a casa de amigos y parientes con su hamaca bajo el brazo y ser bienvenido.

Todo se complicó. Parece que no, pero el espíritu egocéntrico del neoliberalismo nos cambió la jugada. Uno no puede llegar sin avisar y, previo, dejar claro la cantidad de tiempo que se espera estar. Se perdió el jubiloso espíritu de la Temporada: tiempo maravilloso para estar juntos, jugar béisbol en la playa, asar salchichas y [i]sunchos[/i]; remojarse en la tina que resulta nuestro mar; caminar al atardecer, recoger conchitas, disfrutar la puesta de sol, ir a pescar al muelle, tomar granizados con el Ganso en Chicxulub o helados de Milán de Progreso, ir a la feria al malecón, cambiar de novio, conocer nuevos prospectos, noches bohemias de guitarra, bailes en Cocoteros, convivir con los parientes, conocerlos, sentirse parte de una comunidad.

La palabra Temporada, como se le llama al tiempo de ir a la playa en el verano, quería decir, relájate. Ahí se llevaba la ropa que ya estaba casi lista de heredar al siguiente hermanito, los restos de la vajilla, los muebles a punto de salir de circulación. Los niños eran libres, los papás estaban tranquilos, los pequeños eran de todos. Es así que cuando llegaba la hora de la comida, se sabía que en alguna casa le habían convidado un taquito. Después de esta, mientras bajaba el sol, se jugaba lotería. Ganancia que luego intercambiaban con el merenguero o el de las deliciosas barquillas que aparecía mágicamente después de la lluvia y compartían con los perdedores.

En las noches: juegos de mesa, desfile de enamorados con mariposas, pláticas interminables compartiendo lo leído o las eternas preguntas sobre el infinito y sus alrededores que nos podían llevar hasta el amanecer.

La vida cambió. Entramos a las carreras locas a ninguna parte, y si vamos a la playa, lo hacemos el jueves o viernes a encerrarnos en el aire acondicionado y ver televisión. Los hijos se aburren, los jóvenes se pierden en los antros que surgen como hongos, en el alcohol y en porquerías de dudosa procedencia. Duele verlos después, perdidos en el sopor de lo ingerido. Teniendo todo, no tienen nada.

Se rentan las casas a precios estratosféricos con el único objetivo de presumir. No se relacionan con los vecinos, ya no estamos pendientes de los niños del rumbo.

No supimos pasarles a las nuevas generaciones el amor por la Temporada. Les damos motos sin tener la madurez para manejarlas en la playa, sin pensar en su seguridad ni en la de los niños vecinos. ¡Pobres [i]hueches[/i]!

Aun así, hay jóvenes que están saliendo a recoger basura. Buzos que sacan los desechos atorados en el fondo del mar. Muchachos que se preguntan si esto es todo lo que hay. La vida da vueltas, tengo esperanza.

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