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Rafael Robles de Benito
Foto: Russel Chan
La Jornada Maya

Jueves 11 de julio, 2019

De un par de semanas para acá se ha empezado a desarrollar, en las páginas de este diario, una interesante discusión acerca del papel que han jugado los maíces en la historia maya. Empiezo por insistir en que prefiero hablar de los maíces, y no del maíz, porque estoy convencido de que contar con múltiples variedades de maíz ha sido desde su domesticación una considerable ventaja adaptativa a las condiciones variables del ambiente y del clima. El día de hoy, ante una crisis climática global, este punto resulta particularmente relevante.

Para volver al asunto de la reciente discusión, parece confrontar dos premisas: por una parte, Claire Ebert y sus colaboradores proponen que una dieta basada en el maíz pudo contribuir al colapso de los mayas prehispánicos; por otra, el doctor Rosado May propone que la dieta del pueblo maya se ha basado en la biodiversidad a lo largo de toda su historia, plena ésta de crecimientos y colapsos, vinculados no solamente con cambios en las condiciones del entorno, sino también en conflictos político-sociales y enfrentamientos con otros pueblos, incluido el español.

Lo que parece suficientemente probado es que los mayas han utilizado como alimento, vestido, medicina, construcción de herramientas y vivienda, más de quinientas especies distintas de plantas, algunas domesticadas y otras no. Entre las domesticadas, las hay que forman parte de la flora de la milpa, mientras otras construyen el panorama de los huertos familiares. Si bien los maíces, frijoles y calabazas de la milpa tradicional se pueden considerar como constantes de la alimentación, los mayas consumían –y consumen– muchas más especies de plantas que ésas. Pretender explicar su colapso a partir de una sola especie (y de un solo elemento de esa especie) resulta reduccionista. Y eso si damos por valedera la tesis de que existió un colapso, cosa que habría que poner cuando menos en tela de juicio, a la luz de la importante población maya que hoy todavía ocupa y utiliza el territorio de varios estados de México y otros países centroamericanos.

La conquista, y después de la guerra de independencia, el largo proceso de construcción de la nación mexicana, tuvieron entre otros efectos la internacionalización de las relaciones del país con otros que mostraban apetito por los productos que los paisajes de México ofrecen. Así, el complejo mosaico agrodiverso de la alimentación de nuestros pueblos originarios se fue simplificando –igual que esta breve argumentación– hacia una colección magra de productos que cubrieron crecientes superficies con monocultivos como henequén, caña de azúcar, maíz y algunas frutas y legumbres. Cada vez más, y ahora más que nunca, nuestro campo ha tendido al monocultivo en grandes extensiones, comprometiendo la capacidad nacional para construir una real soberanía alimentaria, basada en la agrobiodiversidad.

La milpa tradicional, y los huertos familiares que reproducían la estructura y los índices de diversidad de las selvas, aunque con especies útiles y domesticadas, tienden a desaparecer a medida que el campo, y particularmente el que está en manos indígenas, va envejeciendo (cada vez menos jóvenes parecen dispuestos a continuar con las labores de sus padres, por razones muy diferentes). Y los apoyos de los organismos gubernamentales, excepción hecha del programa Sembrando Vida del que hablaré en otra oportunidad, parecen hechos para continuar esta tendencia: se distribuyen paquetes de semilla de maíz y agroquímicos, se respalda la producción lechera y se otorgan créditos a la palabra para la adquisición de reses, y como dijeran el gobernador de Yucatán, Vila Dosal, y el señor Alfonso Romo, jefe de la oficina de la Presidencia, se promueve para la península algo que entienden como "agricultura sustentable", que incluye monocultivos de soya y caña de azúcar. Nadie parece preguntarse si realmente esa es la agricultura que se requiere en la región, y especialmente, si esa es la que demanda la nación maya. En las circunstancias actuales, difícilmente podrá "votar con los pies" a menos que eso signifique unirse a los ríos de migrantes que aspiran ir al norte.

Entiendo que las opiniones son como los tramos terminales del aparato digestivo: todos tenemos uno, pero no necesariamente nos gusta el de los demás, y a veces hasta el propio nos incomoda. En este caso, en mi opinión, el curso que eligen los gobiernos locales y el federal para estimular la economía rural contribuye a deteriorar las condiciones ambientales del agro, empobrecer el paisaje y sus residentes locales, disminuir la capacidad de generar alimentos suficientes, saludables y culturalmente apropiados para los pueblos originarios, promover la deforestación de las selvas remanentes, incrementar de las emisiones de gases de efecto invernadero a la atmósfera, abatir la capacidad adaptativa (y la resiliencia) de las comunidades mayas, e incrementar la dependencia del sector rural al consumo de alimentos –y de chatarra– producidos por los grandes agronegocios.

Quede el tema del singular programa Sembrando Vida con su gramaticalmente horrible nombre en gerundio y sin verbo de soporte, para otra ocasión, en virtud de que merece una revisión escrupulosa de sus posibles efectos en la vida de las comunidades mayas y campesinas de la región, y en su paisaje.

Mérida, Yucatán
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