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La Jornada Maya
Foto: Hugo Borges

Jueves 4 de julio, 2019

Dejemos para otros los odiosos números y la opinión sobre el enfoque macroeconómico, los programas sociales de subsidio directo y los números del empleo. Vayamos a lo trascendente, a lo que seguramente perdurará, para bien o para mal, más allá de estos años.

AMLO está pensando en algo gigantesco y nos lo dijo en el corazón político, cultural y social del país -según sus propias palabras. Lo hizo usando como telón de fondo a La Catedral, lo cual no puede ser un detalle logístico ocioso. Una Catedral construida mayoritariamente con las piedras del Templo Mayor azteca.

Al conmemorar un año de haber ganado la elección presidencial, AMLO estableció, sin cortapisas, que él quiere dejar una huella indeleble en el país, una que incluso si el “conservadurismo” llegará a recuperar el poder, no pueda ser borrada.

AMLO va, pues, sobre las instituciones, el balance de poderes y la relación intrínseca entre gobierno y ciudadanía. Quiere utilizar sus súper mayorías legislativas y de movilización, para hacer cambios que después nadie pueda echar para atrás. Lo dijo tal cual. Por eso tiene prisa, porque la tarea es colosal y rápido se pueden romper las alineaciones políticas que hoy le permiten actuar como él quiera y decida. Lo suyo no es frivolidad, es todo lo contrario, es de una seriedad total.

El contenido real de su discurso fueron los últimos minutos. Minutos que dedicó a hablar de la nueva memoria nacional, del nuevo acuerdo e identidad social, del nuevo México amoroso o solidario. Ahí él le habló a la historia, nos dijo cómo quiere que la historia vea su turno en el poder.

Él piensa ejercer el poder como probablemente ningún presidente mexicano ha podido hacerlo desde Carlos Salinas de Gortari (sí, su archienemigo, su némesis). Un CSG que también nos dejó un país que hasta el momento ha sido irreversible: con tratados de libre comercio, economía de mercado, un Banco de México independiente y un IFE-INE ciudadano.

Tal como CSG no veía ni oía a los anti-modernizadores, AMLO quiere aleccionar a los “conservadores” y descarta sus opiniones como simple resentimiento o indecencia moral de quienes no saben que han sido “doblados”.

El drama es que ese último presidente mexicano que pudo dejar un país imposible de cambiar, en la perspectiva histórica fue claramente un mandatario antidemocrático, nos sometió a una crisis económica de fábula (el error de diciembre) y llevó al país al límite de la rebeldía en los Altos de Chiapas y los magnicidios.

Es curioso que AMLO, quien considera a CSG su antónimo, se embarque en un proyecto de transformación meta-democrática similar en alcances, aunque muy distinto en ideologías. Los extremos se tocan.

Lo que AMLO propone es utilizar su mandato para trascender más allá de su mandato. López Obrador piensa usar su apoyo -el de hoy- para hacer irrelevante lo que las generaciones de mañana decidan; eso viola el principio democrático de gradualidad.

La democracia cree en la acumulación de correctas decisiones medianas y pequeñas, de un ajuste permanente del rumbo nacional que, por cierto, no es revelado a unos cuantos elegidos, sino es producto del regateo y la negociación permanente entre todos y por razones mundanas.

La democracia, como lo dicen sus principales defensores a lo largo de siglos y décadas, sirve los platos fríos y a medias, porque precisamente eso es lo que la hace funcionar: la paciencia y la gradualidad.

[b]Jugar en el filo[/b]

Los resultados democráticos son desesperantes, lentos e ingratos, eso es lo que la hace el peor sistema de gobierno que existe, a excepción de todos los demás. La democracia se opone a la prisa, porque la prisa la envenena y la rompe. La democracia mexicana se estaba pudriendo, en eso AMLO tiene razón, el problema es que la curación no puede ser de tajo o por voluntarismo. Jugar en ese filo, puede pagar mucho o costar muy caro.

Si AMLO logra lo que se plantea con la mejor de sus voluntades (y no hay razón para no creer que él quiere un país mejor y más justo) serían seis los presidentes mexicanos que, en 200 años de historia como país independiente, se han embarcado y han logrado un cambio nacional imposible de revertir: Benito Juárez y Porfirio Díaz, Plutarco Elías Calles y Lázaro Cárdenas, Carlos Salinas y ahora Andrés Manuel López Obrador. ¿Serán binomios?

El problema es que la apuesta de AMLO, aún con el mejor de los ángeles y augurios, es una apuesta tremenda para un país que tiene 130 millones de destinos, agendas, sueños y aspiraciones individuales.

Estamos viviendo un punto de quiebre en la historia porque el presidente en turno no quiere ser uno más, él es un presidente imperial y está dispuesto a reinventar a la Nación. La suya es una nación que regresa a México-Tenochtitlán, a esa mitología creada en el periodo post-Revolucionario y del Milagro Mexicano. Así lo dijo él, “la grandeza de México-Tenochtitlán” (y probablemente sea el primer presidente mexicano en decir que México es Tenochtitlán, en un acto público y en el Zócalo).

Ése es un detalle enorme como para dejarlo pasar, tiene connotaciones positivas y otras no tanto, lo cierto es que deja como un hecho que, de nuevo, hay un Huey Tlatoani en la capital del país. La apuesta es colosal y claramente en los límites de lo democrático, las cosas pueden salir muy bien o muy mal. Crucemos los dedos.

Si esto fuera [i]Game of Thrones[/i], estaríamos viendo nacer al sexto Targaryen mexicano y cada vez que un rey Targaryen asciende al poder, los dioses echan un volado y los ciudadanos temblamos por el resultado que tendremos que enfrentar: será amor y grandeza o miedo y fuego. Los cinco previos nos llevaron a instituciones nacionales irreconocibles, shocks económicos y a la guerra civil o sus bordes. El país avanzó en cada ocasión, es cierto, pero pagamos el precio. Crecer duele. La prosperidad y la justicia no siempre son gratis y no siempre el destino nacional.

AMLO quiere romper la rueda del poder y construir una nueva, nos dice que la construirá con amor, pero deja claro -con decenas de menciones al ejército y con su frase de “que el marino y el soldado, son pueblo uniformado”- que también puede ser con base en otros elementos. La fuerza del Estado y del Presidente (con mayúscula).

Son tiempos históricos. La democracia entra en un limbo transformador y revolucionario que se generó democráticamente. La democracia mexicana tiene de nuevo un hombre fuerte, de los que nos han dejado experiencias mixtas, pero imborrables. No serán días para el olvido. La historia toca a la puerta, y la historia no ha sido generalmente miel sobre hojuelas, ni aquí ni en ningún lado.

Después de años en los que no pasaba nada, más que pudrición y pantano, alguien le prende llamas al llano; veremos si vienen pastos más verdes.

*El papel arde a los 233 grados centígrados, tal como lo hace en la inmortal novela de Ray Bradbury, [i]Fahrenheit 451[/i].

[i]Mérida, Yucatán[/i]
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