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La Jornada Maya
Foto: Enrique Osorno

Lunes 20 de mayo, 2019

Eran cuatro los ríos que nacían en el Edén y lo delimitaban: Pishon, Gihon, Chidekel y Phirat. En esas tierras abundaba el oro, las piedras preciosas, la vegetación más generosa y la vida animal más abundante. Todo eso lo perdimos rompiendo las reglas de ese soñado ecosistema.

En un México de diabólica violencia, con una capital envuelta en infernales fuegos y humos, la península de Yucatán, por simple contraste, podría lucir como ese nuevo paraíso. Aquí abunda el oro, esta vez negro, en sus plataformas submarinas. La verde y preciosa piedra de jade fue tallada con divina habilidad por los mayas. La vegetación es única y contiene ceibas que sostienen el cielo y henequén con fibras que alguna vez unieron barcos, puertos y países. La fauna de venados, pavos y jaguares en tierra firme, y de meros, pulpos, langostas y pepinos de mar bajo las olas, es de proporciones bíblicas. Hasta misteriosas fuentes de la juventud encontramos en cenotes y aguadas.

Las fronteras de nuestro propuesto paraíso peninsular son también de ríos, mares y jardines. Aquí los ríos no se llaman Pishon o Gihon, sino Usumacinta (entre Campeche y Tabasco) y Río Hondo (entre Quintana Roo y Belice); esas delimitaciones hídricas se completan con el Golfo de México y el Mar Caribe, y con los jardines tropicales de las reservas de la Biosfera Maya y el Parque Nacional Laguna del Tigre, al sur extremo.

Sin embargo, este edén peninsular está bajo sitio. El fuego, la destrucción y las plagas lo atacan por tres de sus cuatro frentes.

En el oeste, a los gases de invernadero de la sempiterna industria del petróleo se suma ahora el carbono de vegetación arrasada en incendios recurrentes y muchas veces provocados. Peor aún, empieza a abundar el metano de arrozales que casi nunca son compatibles con la sustentabilidad del ecosistema, que exprimen el agua del subsuelo y lo llenan de diversos compuestos químicos para la eternidad.

En el norte las costas menguan, se erosionan, se nos van como granos de arena entre las manos. Zonas residenciales de verano pierden su brillo porque quisieron construir sobre el mar, arrasando dunas y vegetación sin más. Los manglares cercanos a poblaciones son tradicionalmente rellenados de escombro; las escolleras y muelles de ayer se construyeron pensando en la extracción de recursos y casi nunca en su preservación. La ciudad blanca empieza a ser sólo eso: una blanca plancha de cemento calentándose al sol.

En el este las cosas son aún peores. Cenotes llenos de protector solar. Paraísos del snorkel ya casi sin peces, playas que son ahora “artificiales” con arena traída de mar adentro. No hablemos de la violencia, porque no acabamos.

Por encima de todo, la naturaleza harta de los ultrajes pareciera querer correr al turismo y a los hoteles, por eso les arroja la plaga bíblica del sargazo. Es como si el mar quisiera aventar lodo pestilente a los depredadores que, pensando sólo en la ganancia hoy, han violado el paraíso de aguas de un azul imposible de creer.

[b]Paraíso cercado[/b]

El paraíso está cercado, sitiado, en aprietos, pero es defendible y recuperable. Todavía el ser humano puede darle la vuelta a las cosas, todavía está en la capacidad del liderazgo político y de gobierno salvar el futuro.

Es imposible pensar en el mañana peninsular sin concebirlo también como un paraíso natural a preservar. Transformar en el presente exigirá ver paisajes y ecosistemas prístinos al lado de la ciencia, la tecnología, la logística y la industria.

Todavía los gobiernos pueden retomar el camino del futuro sustentable y mejor. El tiempo para actuar se agota, pero la posibilidad ahí está. El metano puede dejar de ser el nuevo gas que abunda en Campeche. Yucatán puede reordenar sus costas bajo un gobierno joven y transformador, que por primera vez en generaciones pareciera volver a ver al mar. Mérida puede ser blanca, pero bajo una cubierta frondosa y verde.

Quintana Roo puede volver a dar cauce a un turismo sustentable, respetuoso de parques nacionales y que deje de ser el depredador que sólo se va cuando todo huele a huevo podrido.

La espada flamígera que nos puede quitar el paraíso empieza a encenderse aquí y allá, pero todavía la acción colectiva y la acción de gobiernos decididos, pueden evitar que el ángel vengador venga a echarnos de esta tierra prometida. El Edén todavía no cierra sus puertas a nuestras espaldas, pero nos está perdiendo la paciencia. El reloj está corriendo.

*El papel arde a los 233 grados centígrados, tal como lo hace en la inmortal novela de Ray Bradbury, [i]Fahrenheit 451[/i].


[i]Mérida, Yucatán[/i]
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