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Jonathan Molina
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán
La Jornada Maya

Viernes 17 de mayo, 2019

El primero de mayo de 2019 el presidente, Andrés Manuel López Obrador, escribió en su cuenta de Twitter: “Presentamos el Plan Nacional de Desarrollo 2019-2024 que surge de nuestra realidad; pone por delante el bienestar del pueblo y no el lucro. Acaba el periodo de la política neoliberal con sus recetas impuestas y sus mal llamadas reformas estructurales”.

El tweet se acompaña de un video, de casi ocho minutos, donde explica, con orgullo, que su propuesta retoma principios de 1906, que marca una línea tajante respecto a las administraciones anteriores, que inicia un “modelo posneoliberal”, “un nuevo paradigma”, y que “será ejemplo internacional”.

En el documento de 63 páginas se escribe sobre: a) impulsar una “reingeniería” del gasto público y un “nuevo Pacto Social”; b) afianzar la justicia y el Estado de Derecho; c) garantizar el goce de los derechos sociales y económicos establecidos en la Constitución; d) incentivar un desarrollo económico dinámico, equilibrado, sostenible y equitativo, y e) mandatar que el gobierno actúe bajo los principios de honradez, honestidad y austeridad.

Si se lee tal y como lo sintetizó parece sensato, congruente y una propuesta digna para establecer el rumbo del Estado mexicano en el sexenio en curso; sin embargo, conforme avanzamos en la lectura, esa idea se desdibuja, se aleja, se pierde por el horizonte.

Además de que no se nos dice con claridad cómo se logrará el Plan, cada una de sus líneas están cargadas de moralidad y de un “deber ser” que va más acorde con las convicciones personales que dice seguir Andrés Manuel López Obrador, pero que un jefe de Estado no debería imponer en su administración, ni presentar como hoja de ruta para un país.

Esto me hizo recordar [i]El Príncipe[/i], de Nicolás Maquiavelo, que abre así: “Todos los Estados, todos los dominios que han tenido y tienen imperio sobre los hombres, han sido y son repúblicas o principados”. Y ello me condujo, en consecuencia, a los dos tipos de Estado que, en términos teóricos, se distinguen por el ámbito de acción de sus autoridades: el Estado Autocrático y el Estado Liberal Democrático.

[b]Estado Autocrático[/b]

El primero se denomina así porque el poder (cratos) dimana de quien lo posee (de allí el prefijo auto); la ley (escrita o no) establece los derechos del gobernante y, por tanto, las autoridades estatales (el gobernante en turno y sus empleados) no tienen límite en sus relaciones con los gobernados, pues sólo son considerados como habitantes del territorio y como súbditos o siervos. La esfera estatal es omnipotente, pues subsume todo o casi todo a su poder “per saecula seculorum”. “El Estado soy yo” es una frase que pudiera sintetizar este concepto.

[b]Estado Liberal Democrático[/b]

En contraste, en el Estado Liberal Democrático el poder dimana de los individuos libres (liberal), quienes colectivamente (demos) eligen a sus gobernantes (democrático). La ley, que está por encima de todo y de todos, establece y garantiza los derechos fundamentales, razón por la cual los gobernados no son súbditos ni siervos, sino ciudadanos miembros de la polis.

[b]Moderno príncipe[/b]

El Presidente, por su actuar, se aproxima más al primero aunque, paradógicamente, se hizo del poder gracias a las libertades del segundo. Es una suerte de “moderno príncipe” que ejerce un “poder divino que surgió” del voto que mujeres y hombres libres depositaron en las urnas.

Basta con observar el memorándum que presentó el martes 16 de abril de 2019, por el que mandata a sus subordinados a no cumplir con lo establecido en el artículo tercero de la Constitución, ni con lo que señalan las Leyes reglamentarias en materia educativa.

Esta acción llena de incongruencias constitucionales, que rebasa ampliamente sus atribuciones y facultades legales, invade las competencias de los poderes Legislativo y Judicial; transgrede la autonomía de la Fiscalía General de la República, y coloca a sus Secretarios de Estado (Hacienda, Educación y Gobernación) en la disyuntiva de violar nuestra Norma Suprema o desobedecer al jefe del Ejecutivo.

(Por cierto, los secretarios no nos han informado si han cumplimentado el memorándum y con ello optaron por violentar la Constitución o no lo hicieron).

Y ahora, con la presentación de un texto moralista que no parte de un diagnóstico estratégico; que no está sustentado en evidencia sólida; que no se apega a nuestra realidad (según lo presume); que no establece objetivos, ni estrategias, ni metas, ni líneas de acción; que recupera, a modo de compendio, el discurso que le llevó a ganar en las urnas el año pasado, establece el horizonte del país en una política cuyo núcleo no es resolver situaciones socialmente indesables.

Quizá lo más peligroso de este texto es que, a priori, es colocado por encima del Estado de Derecho y que en caso de una controversia acerca del rumbo, uso de los recursos públicos y destino de nuestro país, López Obrador es el único calificado y capaz de emplearlo, como si fuese un oráculo, para tomar una decisión irracional que afectará la vida presente y futura de 120 millones de mexicanos.

Está claro que el Estado no colocará su esfuerzo en generar los bienes y los servicios para resolver problemas públicos, sino que se avocará en repartir dinero, a diestra y siniestra, mediante un gasto social que no está condicionado: desaparecen las estancias infantiles y se reparte el dinero a los padres sin importar a qué lo destinan; hay becas sin promover el aprendizaje, ni la calidad en la educación, etcétera, etcétera.

Estas acciones, dignas de un Príncipe de un Estado Autocrático, tienen un solo fin, que es contrario al que nos ha hecho creer: detentar y perpetuar el poder per saecula seculorum.

[b]@jon316[/b]


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