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Nalliely Hernández*
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán
La Jornada Maya

Jueves 16 de mayo, 2019

La ironía suele describir una figura retórica o modo de expresión en la que se dice lo contrario de lo que se desea expresar. Por lo tanto, se le puede asociar con una actitud lingüística que exige una interpretación distinta a la literalidad. Si bien encontramos a lo largo de la historia numerosas reflexiones literarias, filológicas y filosóficas en torno a la ironía (Cicerón, Baudelaire, Hegel, Shopenhauer, Nietzsche, Kierkegaard, Bergson, De Man, Booth, Rorty o Bernstein, entre muchos otros), en los últimos tiempos esta ha suscitado cierto interés, particularmente político, debido a que lo irónico parece haber invadido buena parte de la conversación pública. Los medios de comunicación contemporáneos masificados, redes sociales, blogs y páginas de internet parecen ser lugares cargados de ironía y eso ha motivado cierta discusión sobre qué tipo de discurso público domina en nuestras sociedades. En particular, abre la cuestión de si este discurso irónico resulta políticamente útil o, en definitiva, representa más bien un signo del franco cinismo propio de nuestros tiempos, como uno de los síntomas que aqueja nuestra sociedad de la posverdad.

En su texto [i]Ironía On[/i], Santiago Gerchunoff rastrea el origen del término eironeia al teatro antiguo, en donde el eirón tiene como función desenmascarar a su permanente antagonista el alazón, quien se presenta como sabio y poderoso, pero en realidad es un ignorante vanidoso. Así, dice Gerchunoff, desenmascarar a un charlatán es la función original de la ironía y su estrategia consiste en ostentar cierta humildad e ignorancia. Así, más que una figura retórica se constituye originariamente como una herramienta oral, pragmática y contextual de la conversación pública en la ciudad antigua.

El caso paradigmático de esta función es Sócrates, quien utiliza humildemente la ironía (“Yo solo sé que no sé nada”) para enfrentar los poderes de su época a través de su conversación con los ciudadanos de Atenas (sastres, sofistas, curtidores, poetas, etc.). Richard J. Bernstein usa la actitud irónica para caracterizar la ignorancia socrática que encontramos en los diálogos de Platón y mostrarla como aquella conciencia que sabe que no tiene respuestas finales para las preguntas que hace. Sócrates, dice Bernstein, sabe que no hay un recurso argumentativo que no sea circular para responder sus preguntas sobre la justicia, el amor, etc., por ello, muchos diálogos terminan en aporía, no obstante, su vida es virtuosa. Esta actitud muestra una idea de corte epistemológico en la que no es que el ironista le muestre el camino correcto y verdadero al charlatán, sino que da cuenta de que carecemos de verdades últimas y definitivas, de esta imposibilidad de la certeza y la consecuente ambigüedad inherente ante lo infalible. Así, este desafío irónico que Sócrates lleva de manera heroica al declararse inocente de la acusación de alejar del culto a los dioses de la ciudad a los jóvenes, le lleva hasta la muerte, convirtiéndose en un mártir rebelde. En este contexto, la ironía antigua se lee políticamente como una esperanza en contra de los poderes retrógrados de la polis.

[b]Ironía en el contexto contemporáneo[/b]

Podemos ubicar dos sentidos políticos de la ironía en franca oposición. Por un lado, en el tono de autores como Nietzsche o Kierkegaard hay un sentido bastante común en el que lo irónico se piensa más como una forma de promover la cultura del sí y de la autonomía, por tanto, tiene un carácter claramente elitista. Como dice Virasoro: “la ironía no puede darse en la multitiud, es esencialmente antisocial. Kierkegaard trae como testimonio a Aristóteles, quien decía que ‘el hombre irónico lo hace todo en atención a él mismo’. Nada más ridículo que una ironía en masa, ya que ésta implica aislamiento y una cultura intelectual específica, algo muy raro de hallar en cualquier generación”. En este sentido, la ironía no tiene una utilidad política, todo lo contrario, resulta una actitud que exige cierta actitud de superioridad que cultiva al individuo y no a la comunidad (es egoísta) y que expresa cierto desprecio por lo literal o el sentido común (lo que entiende todo el mundo).

Al mismo tiempo, en el contexto contemporáneo de la comunicación pública acudimos a una presencia constante de una especie de lo que David Foster Wallace llamó: la hegemonía cultural de la ironía que nunca puede decir nada en serio. Es decir, que si en principio la ironía promueve cierta distancia de la idea de una verdad última y definitiva; un cierto escepticismo sano, su abuso nos puede llevar a relativizar o negar todo lo que se afirma impidiendo profundizar y comprometerse con cualquier cosa. En definitiva, puede derivar en un cinismo. Manuel Arias Maldonado crea la figura del “ironista melancólico”, un escéptico que se distancia de los compromisos políticos apasionados al ser consciente de la relatividad de los valores en juego que cada uno implica en la acción política.

Por tanto, la constante presencia de la ironía en el debate público, especialmente en las redes sociales, no resulta en este sano escepticismo o en una sociedad más tolerante hacia otras posiciones, más abierta y menos dogmática, sino en una actitud frívola en la que en nombre del humor y la broma se puede decir cualquier cosa sin comprometerse con ello. Como afirma Ricardo Duda, en ocasiones la ironía resulta en un discurso vacío y puede ser la estrategia del cobarde para no enfrentar la realidad.

Sin embargo, esta posición no es definitiva; la ironía no promueve la desafección o desintegración moral, aunque tampoco garantiza el escenario contrario. De hecho, esta afirmación coincide con Virasoro cuando expresa que tanto la figura del ironista como del hermeneuta comparten una cierta vocación de tolerancia, que no buscan y no tienen la última palabra, que asumen el pensar como una mirada que se detiene sobre la historia: “a la espera del evento dialógico”.

[b]Herramienta política[/b]

En definitiva, una posición irónica, como herramienta política útil, contra la profundidad y el fundamentalismo, se posiciona como un discurso que favorece el progreso social. En palabra de R. Rorty: “Históricamente la voluntad de no tomarse las cosas seriamente ha sido un importante instrumento de progreso”. La ligereza no ha sido necesariamente enemiga de la moral. Una sociedad tolerante es, de algún modo, una sociedad que también ha aprendido a tomarse las cosas con menos espíritu de seriedad y que permite una conversación abierta y plural.

Es una sociedad que, como afirma S. Gerchunoff, democratiza la conversación pública de masas y elimina cualquier forma de elitismo en ésta. Según él, este es el miedo que subyace en este uso masificado y general de la ironía. Por el otro lado, ¿cuándo esta ligereza y espíritu con menos seriedad se vuelve cinismo y frivolidad?, ¿cuándo es elitismo? ¿cuándo nos impide comprometernos con metas políticas de forma seria y determinada? Aún cuando sepamos que éstas son sólo producto de la historia y el azar. Esta parece ser una pregunta que sólo puede ser contestada, como en el propio origen de la ironía, de forma contextual y pragmática.

*Profesora e investigadora de la Universidad de Guadalajara

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