José Ramón Enríquez
Foto: Bernardo Pérez
La Jornada Maya
Miércoles 10 de abril, 2019
En México una novela como [i]El Jarama[/i] (1955), la segunda publicada por Rafael Sánchez Ferlosio, no provocó el mismo entusiasmo que en España. Allá fue vista como la primera novela del realismo social que se atrevía a denunciar la situación económica de la posguerra. Aquí los intereses corrían por otros cauces. [i]El Jarama[/i] era un río que no llegaba al mar de [i]Los muros de agua[/i] (1948), de Revueltas, ni alcanzaba a irrigar [i]La región más transparente[/i] (1958), de Fuentes.
Sin embargo, la importancia de Sánchez Ferlosio en la narrativa de nuestra lengua está asociada a ese libro que, paradójicamente, nunca satisfizo a su autor por diversas razones, supongo que entre ellas algunas personales, y lo alejó por muchos años de la literatura como expresión propia.
Coincido en su insatisfacción, aunque seguramente por razones distintas de las suyas, y coincido también con él en que su gran novela es Industrias y andanzas de Alfanhuí (1951), la primera y en la que está él de cuerpo entero, con la misma mirada que le cerró la muerte hace unos cuantos días. Es notable que un escritor a los veinte años, cuando se busca romper con todo para alzar el vuelo, culto, dominador del lenguaje, amigo de Juan Benet o de Alfonso Sastre, no renegara de su mirada de niño al leerles su Industrias y andanzas de Alfanhuí y se atreviera con la publicación, pero es realmente mágico que conservara esa misma mirada pasados los noventa, cuando efectivamente había roto ya con todo.
No conocemos el nombre del personaje, pero sabemos que quien lo bautiza es su maestro taxidermista: “Tú tienes los ojos amarillos como los alcaravanes; te llamaré Alfanhuí porque este es el nombre con que los alcaravanes se gritan los unos a los otros”.
Pues la misma tristeza que me embargó hace muchas décadas cuando llegué al final de la primera parte de Alfanhuí y a la muerte del viejo taxidermista, maestro en colores, prodigios e industrias mágicas, me ha vuelto a embargar cuando supe de la muerte de Rafael Sánchez Ferlosio. Lo leí de niño porque mi padre solía comprarme libros y una tarde trajo ese que hablaba de gallos de veleta, de pícaros como marionetas y de cómo un niño va creciendo a lo largo de las tres partes que componen la novela, y lo que hace con cuanto se encuentra por los caminos de una llanura castellana que yo no conocía.
Podría parecer un simple texto infantil, gracioso y poético, más o menos en la estela de Platero y yo, de Juan Ramón, o El principito, de Saint-Exupery, pero es mucho más cercana a esa joya única del neorrealismo italiano Toto el bueno, de Cesare Zavattini, todas publicadas con anterioridad al Alfanhuí. Precisamente Sánchez Ferlosio habría de traducir el relato del maestro italiano dos años después de publicar el suyo, lo cual permite suponer que ya tenía en mente los prodigios que llevó al cine Vittorio de Sica con el título inolvidable de [i]Milagro en Milán[/i], en 1951, el mismo año de Alfanhuí.
Todo ocurría en plena posguerra española y Sánchez Ferlosio, hijo de uno de los fundadores de Falange, no podía llegar al nivel crítico del neorrealismo italiano aunque, no aguantara la asfixia que imponía el franquismo. [i]El Jarama[/i] habría de ser su respuesta, pero Alfanhuí era la historia de su desarrollo de la niñez a la mocedad. Tal vez, en otro contexto, Alfanhuí hubiera dado el paso lógico a la picaresca o a elevarse hacia el cielo desde las chabolas como Toto el bueno. O tal vez esa misma asfixia lo alejó de la literatura para convertirlo en una de los más feroces ensayistas hasta el fin de sus días.
Aunque muerto, Alfanhuí continúa mirándome con sus ojos amarillos de alcaraván.
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