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La Jornada Maya
Ilustración: Semanario [i]La Cucaracha[/i], 1915, original Sedeculta/Biblioteca Yucatenense

Miércoles 10 de abril, 2019

Zapata se lanzó a una revolución no con el deseo del cambio, sino con la esperanza de una restauración y reconstrucción de lo que él creía había sido la fuente de armonía y dignidad económica, social y cultural del pasado: el ejido.
 
El gran Emiliano de la historia mexicana, fue defensor del ejido, pero no del ejido creado por la Revolución Mexicana y luego usado y abusado por el PRI como un instrumento clientelar más allá de lo racional. Zapata se concebía como guardián del ejido colonial, el que daba a las comunidades indígenas tierras de uso común y espacios para sus ganados, animales domésticos y cultivos.
 
El Caudillo del Sur, tomó como bandera la conservación del ejido que las Leyes de Reforma intentaron liquidar, el ejido que Benito Juárez y Miguel Lerdo de Tejada siempre vieron como uno de los factores para explicar el atraso del país. Su primer rango político y militar no fue revolucionario y menos de vanguardia, sino tradicional, nostálgico, preservador de costumbres y dignidades: calpuleque.
 
Como calpuleque de una de las juntas de defensa de las tierras en Morelos, la fuente de legitimad del hombre que algún día se negaría a sentarse en la Silla del Águila, no era la ideología socialista, ni la revolución social o la democracia (esos serían accesorios posteriores), sino documentos virreinales, textos de la Corona Española y papeles, muchos eclesiásticos, que otorgaban derechos tradicionales a las comunidades que Emiliano Zapata representaba como autoridad de usos y costumbres.
 
La de Zapata fue una revolución nostálgica, casi contrarrevolucionaria en términos de lo que luego sería la Revolución Mexicana y su legado. La revolución zapatista sí tomó por unos días la Ciudad de México y creó parafernalia inmortal e insuperable en el Sanborns de La Casa de los Azulejos, pero fue batida de forma contundente en los campos de batalla por los revolucionarios constitucionalistas y perdió La Revolución -junto con Francisco Villa- en las batallas de abril de 1915.
 
Otra parte fundamental del mito zapatista, el Plan de Ayala, el documento que ahora es símbolo de tantas cosas y causas, que llena poemas en primarias y secundarias públicas, que nos suena casi santo y sagrado, no fue un plan de lucha contra Porfirio Díaz y su dictadura, tampoco contra el sanguinario Victoriano Huerta.
 
El Plan de Ayala fue el plan rebelde con el que Emiliano Zapata se levantó en armas contra Francisco I. Madero, contra el santo de la Revolución, contra el autor del Plan de San Luis Potosí.
 
El Plan de Ayala, al igual que Zapata, no llamaba al cambio, sino a la restauración de estructuras de propiedad previas a Benito Juárez, era un documento impregnado de ayeres, por eso la imposibilidad de aplicarlo. No era para detonar o modernizar, sino para dignificar y regresar a esa pobreza honorable que los ancianos del calpulli creían haber vivido. El comandante Marcos hizo bien su tarea de historia, cuando escogió el apelativo de la lucha en Chiapas.
 
A Zapata lo asesinaron por pragmática estupidez, pero el día de su muerte él ya había caducado como líder de su tiempo y su momento, tenía tres años siendo un jefe militar sin rumbo, sin causa, sin grandes batallas, reducido apenas a la guerrilla.
 
La Revolución Mexicana era una locomotora que iba hacia delante, con una constitución recién estrenada, que marchaba hacia lo que después Lázaro Cárdenas coronaría. Ante ese empuje salvaje, Emiliano Zapata era un emisario que hablaba de un México pasado y superado.

 La traición que lo aniquiló en lo corporal, le dio dimensión mítica y lo salvó de sí mismo en las páginas de la memoria nacional: el 10 de abril de 1919 fue un día de bajeza y tragedia humana; sin embargo, fue un día propicio para la creación de leyendas. El Zapata que ahora honramos es probablemente uno que nunca existió.
 
En tiempos de la Cuarta Transformación que mucho tiene de restauradora, de restauración de ese pasado menos glamoroso que los excesos brutales y violentos del neoliberalismo, Zapata germina y hasta florece.
 
Él, Emiliano, es un héroe a revivir, un héroe para seguir denunciando a los modernizadores sin más, a los traidores que como el coronel Jesús Guajardo traían esas ideas de capitalismo moderno e individualista del vecino del Norte. Es un caudillo que convocó a vivir esa pobreza franciscana, romántica, de melancólica dignidad y colectividad, que quién sabe a dónde llegue o a dónde nos lleve en tiempos de redes sociales y consumo instantáneo.
 
Es día de uno de los grandes de la historia mexicana, en mucho por sus actos y quizá aún más por su imagen y fotogenia, pero -eso sí- nadie discute su tamaño. Un mexicano lleno de nostalgia, una concepción campirana y comunitaria del honor, un símbolo de lo que pudo haber sido y nunca fue, porque tal vez ese ejido bucólico e ideal no existió en México, ni en el virreinato, ni nunca.
 
Emiliano nos parece un santo, porque esa pobreza digna que pregonaba como aspiración de vida para todos -y que a él le parecía suficiente y paradisiaca- sólo es suficiente a toro pasado y cuando nos invade la añoranza y santidad momentánea.
 
Es día de honrar al defensor de los derechos virreinales y milenarios de comunidades campesinas frente a la modernidad juarista, porfirista, maderista y carrancista, al último gran defensor del calpulli mexica, al más famosos de los calpuleques; un hombre atractivo, honesto a ultranza, digno y de orgullo bueno, pero que acusó de traidor y se levantó en armas contra Francisco I. Madero, quien hoy está a la izquierda de Juárez en el logotipo del Gobierno de México.

*El papel arde a los 233 grados centígrados, tal como lo hace en la inmortal novela de Ray Bradbury, [i]Fahrenheit 451[/i].

[i]Mérida, Yucatán[/i]
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