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del

Nalliely Hernández*
Foto: Captura de video
La Jornada Maya

Martes 9 de abril, 2019

Sin duda uno de los temas más controvertidos y comentados de los últimos días es el de la carta del Presidente de México al Rey de España. Hemos visto una lluvia de artículos y mesas de opinión sobre la pertinencia de la demanda del presidente al representante de la corona española para pedir perdón por la violencia y el dolor infligido a los pueblos indígenas durante la Conquista.

Algunos argumentan, en su contra, el carácter anacrónico de la petición; la imposibilidad legal de tal perdón porque las instituciones contemporáneas no se corresponden con las de entonces; que el perdón debería pedirlo el Estado mexicano, los mestizos, la propia población nacional o hasta que es incongruente exigir el perdón porque los pueblos conquistados también fueron conquistadores o porque sólo genera polarización al interior de nuestra sociedad. Del otro lado, otros grupos y artículos en redes sociales y prensa defienden la completa pertinencia de la petición, e incluso, la insuficiente contundencia en la misiva del presidente; numerosos recuentos de los diversos países que han hecho este tipo de reconocimientos históricos, en diferentes contextos, como Francia o Estados Unidos, han llenado las páginas de internet y de los diarios.

En España, la petición generó una polarización que nada sorprende. Las dos Españas que han convivido, y a veces malvivido, salen a relucir cuando estos temas surgen. Desde las declaraciones muy típicas de la ultraderecha de que México debería estar agradecido por haber sido “civilizado”, hasta las posiciones más progresistas que reconocen que lo que ocurrió fue un genocidio y vislumbran toda la pertinencia de un perdón simbólico.

Lo cierto es que, en México, como resultado de la carta, el presidente López Obrador aparece definitivamente como un héroe reivindicador o al menos como un patriota sensible que reconoce la carga simbólica de la historia o, por el contrario, se muestra como un ignorante, anacrónico, que definitivamente ha perdido el suelo. Pero el conflicto aparece de una forma menos definida y más compleja que en la Madre Patria (irónicamente).

Lo que me parece más interesante de los controvertido que ha resultado el episodio es que puso sobre la mesa de discusión las complejidades y contradicciones de nuestra identidad política. Es decir, creo que lo que subyace en esta polémica es el conjunto de intrincadas relaciones que determinan la identidad mexicana. Algunas de ellas tienen que ver con cuestiones raciales, otras de clase, culturales o una mezcla de estas y otros factores ligados a ellas. Pero lo que queda en evidencia es que los símbolos con los que nos identificamos los mexicanos son por demás diversos y entran en tensiones, contradicciones y problemáticas que emergen de forma muy explícita cuando salen a la luz pública estos temas, a pesar de que subyacen en nuestras prácticas diarias.

[b]Deber moral[/b]

El filósofo anti-kantiano Richard Rorty afirma que para que uno pueda sentir un deber moral hacia otro, es decir: “pueda sentirse atormentado por la duda de si ha hecho bien o mal” hacia alguien es preciso que exista cierta sensación de que él o ella es “uno de nosotros”. Esta afirmación coincide con la concepción de la moralidad de Annette Baier que afirma que la identidad moral está determinada por el grupo o grupos con los que uno se identifica, porque a su vez, las diferencias se vuelven irrelevantes. Análogamente, esta idea de deber moral se encuentra unida a una concepción de justicia como lealtad ampliada de corte pragmatista, que no emana de la razón, y que exige que para que alguien pertenezca a nuestro círculo moral nos identifiquemos con él a través de historias detalladas y concretas que podemos narrar de nosotros mismos, más que por una historia relativamente abstracta e imprecisa de cómo todos somos ciudadanos del mundo o, como en este caso, mexicanos. “Cuanto más feas se ponen las cosas, más se estrechan los vínculos de lealtad con aquella gente cercana a nosotros y más se aflojan los que mantenemos con el resto”, dice Rorty.

Da la impresión de que esto es lo que ocurre con la sociedad mexicana; que no existe un elemento concreto de identificación común que genere estos vínculos de lealtad en el que podamos incluirnos todos y que conciba colectivamente el significado del perdón como justicia simbólica. Por el contrario, parecería que la identidad está descompuesta por diversos símbolos que tienen que ver con cuestiones raciales, como el color de piel, la clase social o elementos culturales, como dije antes, que entran en tensión o en francas contradicciones e impiden la sensación del “nosotros”, de una forma concreta. Con ello, parece dificultarse la construcción de una proyecto común o consenso sobre lo que necesitamos para mejorar como sociedad. Como confesó alguna vez Jorge Ibargüengoitia: “la verdad es que desde hace mucho tiempo tengo la idea de que los mexicanos, como entes comunales, somos un fracaso”.

Si bien, como algunos afirman, el Presidente intenta construir una narrativa de identidad nacional desmarcándose del relato de la Revolución Mexicana -tan cercana al PRI-, para sustituirla por una que haga referencia a los pueblos indígenas y al pasado prehispánico -como algunas de sus decisiones lo dejan ver-, quién sabe si ese relato elaborado desde el Estado pueda tener un efecto hegemónico sobre tan complicado tejido identitario. Más que un uso político de la historia, lo que parece necesario es, como dice J. Campesino: “ahondar aún más en las interrogantes de una identidad nacional, que es todo menos idéntica”, porque las historias detalladas y concretas de las que disponemos no están teniendo efectividad, y así, evitar incurrir en las mismas injusticias que preservamos como prácticas desde la época colonial.

*Profesora e Investigadora de la Universidad de Guadalajara.

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