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Ana E. Cervera Molina
Foto: Notimex
La Jornada Maya

Martes 2 de abril, 2019

Como bien se sabe, como forma política estándar, los primeros 100 días de un nuevo gobierno, sin importar la nacionalidad, sirven como un primer medidor de cuál será la postura que tomará el gobierno entrante, en especial, cuando se trata de dictar la agenda que regirá su Plan Nacional de Desarrollo. En este sentido, los nuevos políticos en el poder durante estos primeros 100 días de gestión toman una causa, alguna promesa de campaña o alguna cruzada personal y la ejecutan de forma muy visible, siendo esto la marca mediática palpable del tono que guiará sus formas de gobernabilidad. En el caso de la 4T, dos son los temas centrales en la agenda: 1) la implementación de la austeridad republicana, y 2) la lucha frontal contra la corrupción, para ello, la mejor forma elegida para llevarlas a cabo ha sido la purga y desaparición de algunas instituciones, así como la eliminación de los mediadores.

En esta lógica, todo ha quedado en manos del presidente Andrés Manuel López Obrador y su gabinete, quienes reparte recursos y dádivas como mejor les dicte su instinto político. Así, todo lo que huela a autonomía o que devenga de la sociedad civil organizada ha quedo cubierto de un vaho enrarecido por un sospechosísmo enarbolado por el mismo personaje que, hace no muchos años, pusiera de moda en la prensa nacional la palabra “complot”. Parafraseando a Shakespeare, “Algo huele a podrido en este País”, pero ahora, gracias al cambio, ya no es posible echarle toda la culpa al neoliberalismo ni a la mafia del PRIAN, desde el 1 de diciembre de 2018, México es otro, al menos en el discurso.

Desde que Morena llegó a la silla presidencial, todo le apesta a corrupción, excepto aquello que ha emanado de sí mismo purificado gracias al cambio de régimen y al voto de confianza que ha recaído en la palabra de AMLO como su líder carismático. Pero bueno, estamos en México y López Obrador no está del todo equivocado en dudar de todos. Estamos en el país creador de la ley de Herodes (o chingas o te joden), y en el que pareciera que “el que no tranza no avanza”, por tanto, la corrupción es casi casi una forma cultural mexicana, un algo que está tan interiorizado como las múltiples formas del verbo “chingar” que describiera Octavio Paz en su Laberinto de la Soledad. Así que plantarle cara a la corrupción en términos biunívocos de bueno y malos se ha vuelto la mejor forma de expiación y purificación política para los morenistas.

Del otro lado, la endeble oposición emanada de la comentocracia se ha centrado en resistirse de una manera muy pasional al cambio acusando a AMLO de loco y tirando el país al abismo apocalíptico. Si me permiten mi opinión, yo creo que hay que apostar al respeto en el discurso institucional y a un análisis quirúrgico de las políticas públicas y de todas las instituciones a todos los niveles, por tanto, creo que como sociedad hay que verdaderamente defender al estado como institución y no al presidente como redentor. En este sentido, hay que ser responsables con nuestro voto de fe y, si es necesario, construir la oposición, pero no desde la vena romántica del descrédito elitista. Hace ya varios años, Cervantes puso en boca de un loco palabras muy sabias y dijo: “Cambiar el mundo, amigo Sancho, que no es locura ni utopía, sino justicia”.

Entre los discursos de corrupción y los votos de fe sobre el nuevo gobierno, la clase media ha sido la más golpeada por las reformas, pues no cataloga para ser beneficiara de los apoyos directos que constantemente ofrece el estado, pero tampoco posee sueldos extraordinarios ni son miembros activos de las mafias del poder, ya sea políticas, económicas o universitarias, son más bien algo así como “candidatos a fifís”, sobre ellos sólo pesa la sombra de la corrupción institucional, pero todavía no somos dignos de ser acusados de corruptos. Lo que sí es un hecho, es que las economías y estilos de vida de esta clase medianamente estable y con un cierto capital se han visto golpeados por el retiro de los estímulos a sus salarios, por el recorte en beneficios subcontratados a empresas privadas o con el despido masivo de las dependencias de gobierno. Mientras tanto, los grandes tatiches de la política y la academia, los fifís de deberás, en el mejor de los casos, sólo han visto recortados sus sueldos unos cuantos miles y renunciado a sus vales de gasolina. De esta forma, la brecha entre ricos y pobres no se ha acortado con una clase media robustecida, sino que se está alargando con un asistencialismo paternalista a la Robin Hood, que pretende quitarle a los ricos para dárselo a los pobres, pero sin mecanismo reguladores, así que termina quitándoles a los que trabajan para dárselos a los que las verdaderas élites han históricamente explotado.

Por otro lado, como mujer y como parte de la clase media, admito que es bastante perverso que aquellos que superan por mucho los márgenes del buen vivir se quiera adscribir como parte del “pueblo bueno”, pidiendo desde esta falsa humildad que la política morenista y el discurso provocador de corte golpista de nuestro presidente les respete sus lugares y derechos. En ese sentido, hay que reconocer que una postura mediática como la de Denisse Dresser, autoadscribiéndose como “pueblo”, lejos de sumar para la causa, la demerita. En efecto, es importante reconocer que su incomodidad es legítima, pero también que sólo es posible resistirse al tono en que AMLO le aplica una “chicuelina” a la prensa todos los días, caracterizada por esa forma particular en que sale bien librado, envuelto en una ocurrencia jocosa, de la embestida mediática de los reporteros a los que acusa de fifís durante sus conferencias matutinas, pero no es posible resistirse a la rendición de cuentas, al escrutinio y a la redistribución social de los recursos. En efecto, los recursos tienen que llegar a quienes más los necesitan y ya no es posible que sigan en manos de un puñado de privilegiados.

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