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del

Rafael Robles de Benito
Foto: Juan Manuel Valdivia
La Jornada Maya

Jueves 28 de marzo, 2019

Hay una gran confusión acerca del tema de las consultas. Además del galimatías descrito en la editorial de este diario el día de ayer, se aproxima al parecer un proceso igualmente bizarro en el caso del Tren Maya. El 26 apareció una nota en este mismo medio, donde se dice que “el Tren Maya iría a consulta en 16 municipios de Yucatán”, y se cita a José Antonio Martínez Magaña, consejero local del Instituto Nacional Electoral (INE) quien afirma que, de acuerdo a la ley, tanto los alcaldes, como los pobladores de los municipios por donde transitará esa obra federal, pueden pedir una consulta para establecer si desean o no que cruce su localidad.

En los términos que establece el convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo, una consulta no es precisamente un plebiscito. De hecho, se trata de un procedimiento que debe ser capaz de generar el consentimiento previo, libre e informado para la puesta en marcha de un proyecto que puede afectar el territorio de los pueblos originarios. Es decir, antes de iniciar una obra o acción, el promovente (sea éste el gobierno federal, estatal o municipal, o un actor privado) deberá presentar el proyecto de manera exhaustiva a la comunidades que puedan resultar afectadas, proporcionándoles toda la información pertinente, y dando lugar a que se aclaren todas las dudas que se puedan suscitar. Esto es lo que da al proceso el carácter de “previo”.

Las comunidades interesadas no podrán ser objeto de presión alguna, ni deberán ser sometidas a chantajes o cohechos para obtener su aprobación para la realización de un proyecto. Esto es, no se deberá argumentar que, de no obtener su aprobación, se le restringirán apoyos o servicios a los que tienen pleno derecho; ni se deberán esgrimir argumentos del estilo de que, si no aprueban el proyecto, estarán atentando contra el desarrollo de la nación o del estado, o pondrán en entredicho el progreso de su comunidad. El consentimiento que otorguen, en todo caso, deberá ser genuinamente libre.

No debe ser necesario que un alcalde, o los pobladores de una localidad, soliciten la realización de la consulta. En los casos en que el proceso aplica, es decir, cuando se trate de proyectos de obras o acciones que tengan un efecto sobre el territorio, es obligación de la instancia que lo promueve realizar la consulta a las comunidades originarias.

Además, pretender que la consulta se pueda limitar al simple depósito de una papeleta en una urna, así sea con el respaldo de las organizaciones electorales, es del todo contrario al espíritu del Convenio 169: se evade la necesidad de informar con detalle y detenimiento a las comunidades acerca del proyecto de que se trate.

[b]Sin ideas claras para desarrollar la consulta[/b]

La consulta a comunidades indígenas en un país multiétnico, como el nuestro, es cualquier cosa menos trivial. Quizá pueda decirse que en la península de Yucatán el asunto es relativamente sencillo, en tanto que todas las comunidades indígenas que la habitan son mayas.

En otros estados, como Oaxaca, o Chiapas, la cuestión se vuelve mucho más compleja. Si se pretendiera consultar todo lo que hace el gobierno federal, o los gobiernos estatales, la operación de los programas gubernamentales se haría del todo ineficaz. Por ello habría que acotar, y determinar con precisión qué tipo de obras o acciones consulta para obtener el consentimiento de las comunidades, y cuáles se pueden desarrollar como acciones de política pública, reconociéndoles a priori su carácter, precisamente, de beneficio público.

El programa (que por lo visto, no es hoy más que una idea) de desarrollo del Istmo de Tehuantepec, y el Tren Maya, son proyectos que típicamente demandan el consentimiento previo, libre e informado de las comunidades indígenas.

Sin embargo, ni el gobierno federal, ni el Instituto Nacional Electoral, parecen tener la más pálida idea de cómo llevar a cabo la consulta requerida, y mucho menos, de los costos que esto implica, que pueden elevar considerablemente los presupuestos asignados a los proyectos que se pretende llevar a cabo.

Hay, por otra parte, muchas cosas que hacen los gobiernos nacional y locales, que no tienen por qué ser consultadas. Pero en un exceso de celo, y a partir de una interpretación a mi juicio equivocada, o tendenciosa, del convenio 169 de la OIT se demandan consultas baladíes, e incluso promueven procesos jurídicos para obligar a las instancias gubernamentales para que las lleven a cabo. Parece mentira, pero hay incluso jueces que otorgan amparos a quienes demandan estas consultas, que debieran ser improcedentes.

Este es el caso, por ejemplo, del Acuerdo para la Sustentabilidad de la Península de Yucatán, un instrumento meramente declarativo, sin efectos directos o inmediato sobre el territorio, signado por tres gobernadores, que no hace más que afirmar los principios, objetivos, salvaguardas y metas que las tres entidades han comprometido en múltiples acuerdos nacionales e internacionales, y que han consignado en sus programas estatales de desarrollo y en diversos programas sectoriales. Se ha obligado a los tres estados a declarar insubsistente el acuerdo, en una decisión insensata pero inapelable de un juez de distrito.

Así las cosas, pretenden obligar la realización de consultas acerca de asuntos que no las ameritan, en función de intereses más o menos oscuros, a la vez que se simulan, mediante el simple llenado de papeletas, consultas acerca de asuntos que sí afectan a las comunidades indígenas. Parece que las decisiones acerca de la puesta en marcha de grandes proyectos de inversión han sido ya tomadas, así sea sin proyecto ejecutivo, y que no serán consultadas más allá de preguntar si se está o no de acuerdo con el nombre de la obra o acción que se pretende llevar a cabo. Y parece ser que no se consultará efectivamente a las comunidades indígenas, pero tampoco se seguirá haciendo caso omiso de lo que dicen los expertos.

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