Chéri y Colette

José Ramón Enríquez
Foto: Captura de video
La Jornada Maya

Miércoles 6 de marzo, 2019

Por alguna razón Colette está siendo retomada. Tal vez porque los tiempos tristes requieren de esa sabiduría mordaz con la que ella sabía hundir el estilete en las panzas burguesas que acababan agradecidas con sus desprecios. Quizás por cuestión atmosférica o, simplemente, porque la seguimos deseando, Colette está de vuelta.

El año pasado a Keira Knightley, espléndidamente dirigida por Wash Westmoreland, le tocó la suerte de interpretar la vida de una Colette joven, precisamente hasta su separación de Willy, el marido que la explotó y firmó sus primeras novelas, y su relación lésbica con la aristócrata Mathilde de Morny. Y, también el año pasado, la editorial española Acantilado publicó una traducción de Núria Petit de Chéri, la excepcional novela de Colette que lógicamente entusiasmó al burbujeante Jean Cocteau pero que también hizo exclamar a André Gide: “Devoré Chéri de una sentada. Qué tema tan maravilloso y qué inteligencia, dominio y comprensión de los secretos de la carne”. Esta declaración, que se reproduce en la edición de Acantilado, ya no resulta tan lógica si tomamos en cuenta la seriedad casi puritana y analítica del autor de [i]Corydon[/i] y [i]El inmoralista[/i], conciencia crítica de su tiempo.

Colette llenó con su trepidante talento la primera mitad del siglo XX con todo y sus dos guerras: nació en 1873 y murió en 1954. A mi generación le tocó crecer enamorada de Leslie Caron (muchos de Louis Jourdain o hasta de Maurice Chevalier) por la adaptación cinematográfica que, en 1958, hizo Vincente Minelli de Gigi, una de las últimas obras de Colette. Más de veinte años después nos tocó ver la puesta en escena de Nancy Cárdenas a su adaptación de Claudine en la escuela, la primera novela de Colette. Del final al principio los dos personajes femeninos, Gigi y Claudine, demostraron lo que Nancy Cárdenas declarara en su momento: “Colette ha sido revalorada. En su aparente superficialidad hay una mirada terrible, durísima e inteligente que admiro muchísimo y espero servir con el montaje”.

Gigi es el espejo en femenino de Chéri. Si ella iba a ser educada para convertirse en una gran cortesana y encontrar pronto un gentil caballero que la patrocinase a cambio de sus favores (siempre obteniendo más de lo que entregaba, como era la definición de una buena cortesana), el bellísimo e indolente Chéri fue educado para convertirse en una especie de vividor de lujo y encontrar a una esposa rica e ingenua, de preferencia hermosa, a la cual hacer “feliz”. Todo en esa gran explosión de belleza en el París de la belle époque que Colette conociera tan bien y que se estrellara trágicamente contra la realidad de la Primera Guerra.

Aunque Colette siempre advirtió que se equivocaban quienes veían en sus novelas historias autobiográficas, no cabe duda que utilizó su vasta experiencia en el mundo del “bien vivir” francés para construir su obra. En el personaje de Chéri hubo quienes vieron a su hijastro Bertrand de Jouvenel, que se volvió su amante cuando apenas contaba con diecisiete años, inmediatamente después de que Colette se divorciara de su padre, con quien tuvo a su única hija. Este Hipólito sin tragedia tal vez le dio material para la relación entre Léa, cortesana casi cincuentona, y Chéri. Una relación condenada por la edad a terminar de la mejor manera posible. La agridulce historia penetra, como Gide señalara inmejorablemente, “los secretos de la carne”.

Y los secretos de las grandes cortesanas nos los muestra Colette dibujándolas a la perfección con “ese aire de tener todo el rato cianuro en el bolsillo y un cuartillo de cloroformo en la faltriquera”.

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