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del

Ulises Carillo
Foto: Fabrizio León
La Jornada Maya

Miércoles 27 de febrero, 2019

Hernán Cortés escogió a San Pedro como santo patrón de su aventura; al Espíritu Santo lo plasmó en el banderín de su flota y el estandarte de su expedición entera fue una imagen de la Virgen María. Esa diversidad de símbolos e íconos unificaba a sus tropas. Por lo menos eso le hubiéramos aprendido los futuros mexicanos.

Nuestra bandera es una atrocidad en términos de unir y representar. Sí, una cosa es respetar al lábaro patrio por lo que es y constituye, pero eso no le quita la aberración que instituye.

La bandera de México era, originalmente, un diseño tricolor con tres sencillas estrellas, un concepto de tres principios: religión, independencia y unidad. Sin embargo, esa trinidad fue gradual y brutalmente desfigurada por el águila y la serpiente de los mexicas, por la iconografía de Tenochtitlán.

Apareció en la bandera -primero por tendencias imperiales y luego por proyectos autoritarios, que curiosamente terminaron de madurarse en 1968- el emblema de los verdugos y opresores nativos, los derrotados en agosto de 1521 por verdugos y opresores externos del mismo calibre. De ese abrazo letal entre verdugos y amos, azteca y español, nacimos nosotros, los que vivimos en este país de nombre equivocado, con una bandera vengadora y, sobre todo, mitómana.

El águila y la serpiente de Tenochtitlán, impuestas en la bandera, poco hicieron para fundar un país que viera hacia delante, que fuera diverso, cuyo discurso no fuera el desagravio y una eterna vuelta al pasado.

El escudo nacional plasmado en la bandera y confirmado en su diseño final durante el mandato de Gustavo Díaz Ordaz, es todo menos nacional. Esa águila “agachona” es convertir el emblema de una ciudad en el lago, en el emblema de un país entero; justo cuando la historia nos dice que una colección de pueblos enteros se rebeló contra los seguidores de Huitzilopochtli, cuando apareció un potencial y tremendo aliado de barba y armadura.

Ese escudo montado en la bandera tampoco tiene nada de grandeza milenaria. Esa águila y esa serpiente ondearon, por primera vez, apenas en junio de 1325. Cuando los aztecas cayeron, no tenían ni doscientos años de existencia como civilización con su capital fundada en el islote. Milenarios eran otros. Expresiones culturales, artísticas y civilizatorias más ricas, diversas y antiguas abundaban en otras latitudes nacionales.

Ver marchar un ejército federal portando esa bandera, con sus comandantes en la ciudad de los palacios de tezontle, es tan invasivo como hacer ondear una bandera con lo peor de la Nueva España colonial. ¿Qué identificación podían sentir los habitantes de este país, cuando llegaban a sus regiones tropas amparadas por esa águila y ese ofidio que no pertenecían a su mitología regional ni a sus crónicas civilizatorias?

Febrero es el mes durante el cual -por órdenes de Lázaro Cárdenas- recordamos una mitología falsa que sólo se entiende desde una construcción centralista. Este país sigue siendo de quien controle el palacio en el islote, en medio del lago salado y ya, eso nos dice el lábaro patrio.

¿Bandera de México, legado de nuestros héroes, símbolo de la unidad de nuestros padres y nuestros hermanos? Hidalgo y Morelos, nuestros héroes, se opusieron a la narrativa de la lucha de independencia como una batalla para traer de regreso al imperio azteca; incluso el nombre de México les resultaba incómodo. Ellos querían fundar una nueva nación, no reinstaurar una fantasía retórica de los aztecas como trágica fuente de la dignidad nacional.

[b]Llamarnos México es una locura[/b]

Ponerle al país el nombre de una ciudad, convierte todo el territorio nacional en simple escenografía de lo que pasa en aquel valle a dos mil doscientos metros de altura sobre el nivel del mar. La bandera de aves de presa y reptiles venenosos nos dice que nuestra independencia es volver a ser mexicas, que el futuro es restaurar al tlatoani en el poder, que el templo mayor es eterno. Por eso estamos como estamos.

Ser siempre fieles, dice también el juramento a la bandera, y yo lo entiendo como ser siempre siervos de una narrativa que favorece a quien quiere dominar desde el centro. Este país merecía otro escudo en la bandera, uno que reconociera que sin los barcos de 1519 y su combinación brutal con cientos de culturas originarias, jamás hubiéramos nacido. Algo que viera hacia delante.

Morelos, quien daba especial valor a los símbolos, diseñó una bandera blanquiazul (¡Sí, blanquiazul, no tricolor!), una que sí tenía un águila, parada sobre un nopal, portando una corona, pero sin serpiente y con dos hermosas frases: “unidad” y “con los ojos y las garras hasta la victoria”.

¿Cómo hubiera cambiado la sicología nacional con esa bandera blanca y azul, con un águila coronada y el lema de un pueblo decidido a triunfar? ¿Seríamos otros? ¿Seguiríamos siendo ese pueblo de máscaras y temores retratado por Octavio Paz en un solitario laberinto?

Me hubiera gustado más una bandera sin emblemas, sólo ideales, únicamente la aspiración del futuro, con colores representado el honor y la virtud o la frase indomable; pero no fue así, optamos por el eterno retorno a una Tenochtitlán mítica, una ciudad que nunca unió a este país, que jamás fue de nosotros todos, que fue emblema de sometimiento para los pueblos originarios, los que sufrieron y padecieron bajo la tribu salida de Aztlán.

Nuestra bandera no es la bandera de un pueblo que asume la responsabilidad de construir un futuro mejor, desde su concepción no ha podido serlo. Ese lábaro, de otros, es apenas la excusa para decir que no podemos construir lo que soñamos, porque todos los días saludamos el mito de una grandeza que alucinamos nos fue robada. Una bandera de la restauración imposible y no de la creación vigorosa, una bandera como excusa y no como faro; Hernán Cortés no cometió ese error.


*Analista y escritor, meridano.

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