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Ana E. Cervera Molina
Foto: Jorge Ortiz
La Jornada Maya

Jueves 10 de enero, 2019

En México, la transición gubernamental entra en su etapa final y los tiempos electorales han dejado el escenario mediático para dar paso a los famosos planes de austeridad republicana, en ese sentido, los recortes presupuestales se plantean alarmantes, pero en algunos rubros parecen necesarios, aunque no dejan de causar cierta suspicacia por su fuerte inclinación al clientelismo populista. Así, el nuevo gobierno de AMLO pretende “resetear” al país, cosa que aplaudo y doy mi voto de fe, pero quiere hacerlo sin un plan claro que marque hacía qué versión de sí mismo lo mandarán las sucesivas actualizaciones a las que es sometido, esto nos deja ante un escenario de incertidumbre ciudadana.

De la mano del tren maya, la región de la península de Yucatán se proyecta como un territorio compacto y homogéneo en vías de desarrollo que apenas se divide por fronteras internas de orden estatal. Los dos grandes actores que le dan cara al exterior son su naturaleza imponente y sobrecogedora, paradisiaca, pero amenazada por la voracidad del hombre, y su población maya, con toda la huella monumental y arqueológica que proviene de su pasado glorioso. Debajo de eso, en un tono más velado, está el asunto del petróleo y la insistencia de los últimos gobernantes de convertir la región en un polo de desarrollo tecnológico favorecido por la inversión asiática. Como fiel creyente de los efectos de los hechos del pasado en el presente, me gusta revisar de dónde viene esa idea, y todo me lleva a la insistencia gubernamental de poblar el vacío y a la geopoética de la isla.

[b]Poblar el vacío[/b]

Para poblar el vacío primero hay que producirlo, vaciar el territorio, robarle su autonomía. Ahí donde no hay nada es posible extender la mano incansable del desarrollo, éste siempre comprendido en términos tecnológicos, más no sociales y menos ecológicos. Esto equivale a decir, en palabras más románticas, que cualquiera siembra en tierra fértil, pero no cualquiera compromete cosecha en tierra agrietada bajo la ilusión de volverla el edén perdido tropicalizado por revistas de moda que venden el paisaje como si fuera ropa o zapatos, para eso se necesita inversión y sobre todo un plan más grande de desarrollo.

A este ejercicio de explotar el paisaje hoy le llamamos empresa turística, uno de los principales ejes de desarrollo económico de la península, y que es posible, casi siempre, gracias a la inversión externa, pero en otro momento, apenas un siglo atrás, fueron las sucesivas campañas de colonización e incentivación de la migración las que permitieron dar consistencia interior a la península yucateca, la cual, especialmente después de la guerra de castas, se proyectó como una región poco poblada pero óptima para el progreso en términos agrícolas a partir del monocultivo del henequén. En ese sentido, la península era también un paisaje explotable, pues constituía un territorio extenso en manos de unos pocos terratenientes organizados, pero carente de una red efectiva de riego que limitaba sus alcances agrícolas y con poca mano de obra local. Había que traer el progreso y este iba a llegar con el tren.

[b]La geopoética de la isla[/b]

Cuando en 1994 Kenneth White acuña el término geopoética, dejó claro que ya no existía un gran relato fundador de las sociedades, y que aquello que llamamos cultura es en realidad una matriz vacía que obedece, en gran medida, a las leyes del mercado, pero que para que sea digna de llamarse así debe estar viva y ofrecer diferentes registros que generen consenso social. En ese sentido, dice que “el acento aquí no está puesto en la definición, sino en el deseo, un deseo de vida y de mundo; y también en el impulso”.

En el escenario político al que asistimos colmado de esperanza con la cuarta transformación, de nuevo el sur-sureste ha quedado atrapado en lo que parece ser un ventriloquismo gubernamental que habla “mediante la fusión de nociones ‘parcialmente reales’ y de otras ‘parcialmente ficticias’” (San Miguel, 2016). Así, la región de la península de Yucatán, en su antigua concepción geográfica, incluye todos los territorios que serán conectados por el megraproyecto del tren maya (Yucatán, Campeche, Quintana Roo, Tabasco y Chiapas), pero también los dos países centroamericanos con los que México guarda frontera internacional: Belice y Guatemala, espacios en los que AMLO ha dicho que invertirá fuertemente, de la mano de EU, para generar mejores condiciones económicas que desincentiven la migración. Pero más que fronteras geopolíticas, estos territorios comparten una historia pendular que va de la adscripción y dependencia al aislamiento y la búsqueda de autonomía, todo esto sostenido bajo el ideal de lejanía, extranjeridad y excepcionalismo que negocia con dos visiones que heredamos de la época colonial: La península de Yucatán como una isla, una ínsula rodeada de mar en uno de sus frentes y selva en el otro, en ese sentido, es posible observar la negación de la prolongación continental de un población que se sabe excepcional frente al resto del bloque mexicano; y el espacio amorfo, de geografías y límites indefinidos en la percepción, vacío y susceptible de ser frente de expansión y colonización, en el que no pasa nada, pues “si el mundo se acaba, vete a Yucatán”, ahí no pasa nada.

Estas visiones, más que imaginarios, son acciones políticas que surgen del vaciamiento simbólico del espacio. Es por esta razón que vemos que nuestras autoridades piden permiso a la madre tierra para intervenir el territorio y vender el paisaje mediante una nada compleja red ferroviaria, pero no hablan directamente con las poblaciones locales conformadas por indígenas, pequeñas élites empresariales, migrantes, viejos colonos, y sobre todo mestizos, con experiencias socioculturales diferenciadas, los cuales siguen existiendo en el borde confinados al vacío, en el lugar donde no pasa nada. A ellos apenas se les consulta, tal vez por el temor de una respuesta negativa que frene el proyecto, pero tienen mucho que decir al respecto: ellos también quieren que les llegue el progreso y están seguros que éste llegará de la mano del tren, como llegó en otras épocas no tan lejanas, pero les preocupa cuál será su papel en el proceso y, sobre todo, qué costos tendrá en su calidad de vida y en el acceso a los recursos, ya que habrá inversión, pero no se sabe si ésta mejorará la red hidráulica que proporciona agua a todo el sur de Campeche, o solo redistribuirá el ya escaso líquido para ofrecer mejores condiciones sanitarias a los visitantes. De igual forma, las poblaciones que viven próximas a las zonas arqueológicas que serán incluidas en los diferentes tramos de la ruta, temen por la especulación inmobiliaria y por un complejo proceso de gentrificación que los expulse sutilmente de la tierra que los vio nacer o que los acogió en algún momento de su genealogía.

[b]Yucatán y su lejanía del centro[/b]

La región península de Yucatán no es una geografía humana de carácter homogéneo dado por el componente maya, como se cree; pero se insiste, gracias a su ubicación geopolítica como parte del territorio mexicano, que tiene que ver más con el norte que con el centro de América y el Caribe. La lejanía geográfica de esta zona con respecto al centro administrativo funciona para reforzar la geopoética de la isla y con ella todas esas retóricas de aislamiento que nos encantan a los yucatecos pues nos permiten ubicarnos en lo excepcional, pero también permite que siempre sean otros los que hablen por nosotros y que la historia del desarrollo económico y la migración a Yucatán esté dada bajo la idea de poblar el vacío con proyectos que se bosquejan como justos desde el centro, pero que tienen aplicaciones dudosas en los bordes.

*Postdoctorante del CEPHCIS-UNAM

[b][email protected][/b]


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