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Andrés Silva Piotrowsky
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán
La Jornada Maya

Viernes 1 de diciembre, 2017

No recuerda bien en qué momento se hizo costumbre la algarabía de los chicos de la vecindad que irrumpían en el zaguán de La Virgen, a grito en pecho anunciando: “ahí vienen los jotos, ahí vienen los jotos”.

Tras la barahúnda, hacían acto de presencia, como en un montaje aprendido, [i]La Bugis, La dama del recuerdo[/i] y [i]La bizcocha[/i] (así quisieron llamarse y así se les dijo siempre); se repartían el patio largo del viejo edificio horizontal, según sus artes; es decir, La dama entonaba a capella una canción dedicada a esa bola de chiquillos desprejuiciados, cuya letra aludía a una tal Paca que tenía la facultad de encerrar a la tropilla en la caballería con sólo su voz, y las otras dos acudían a dúo con la mano extendida hacia las amas de casa que aseaban la ropa en los lavaderos, enfilados en los umbrales de las viviendas, suplicando: “coopere con algo, amiga; coopere con algo, amiga”.

“Y corren los caballitos, los grandotes y los chiquitos..” fraseaba [i]La dama[/i], contonéandose y exhibiendo su blusa de encaje negro que traslucía unos rellenos de borra, como impostura de senos, mientras los niños coreaban: “porque allá en la caballería, doña Paca los llamó” y la perseguían en su recorrido, hasta el llamado Rincón, como definían los habitantes de ese lugar, el fondo de su arquitectura, que dibujaba una ele donde se ubicaban las letrinas públicas.

Recuerda que una de esas prótesis burdas escapó por debajo de la blusa de la cantante, él la recogió y se la entregó en la mano, como quien pretende reparar un accidente discretamente, suponiendo una vergüenza inexistente. Aún recuerda la mirada aquiescente que le regaló La dama, tras el cúmulo exagerado de rimel que siempre llevaba en los párpados. Su mano enrarecida por unas uñas enormes, también impostadas, se posó sobre su cabeza de niño y ahí se selló un mutuo reconocimiento.

Esa escenificación era parte de los rituales de la vida cotidiana en el viejo barrio, donde lo mismo concurrían vendedores de semillas de chabacano, pintadas de colores, para [i]La Matatena[/i], que gitanos con osos de verdad, bailando al son de la pandereta, o comerciantes de aguamiel recién extraída del maguey, en su respectivo tlachique, o inimaginables carretas tiradas por caballos atiborradas de tierra para las macetas, o garrochas de madera muy limada para los tendederos que formaban el velamen de ese barco al garete que eran las vecindades de una ciudad que ya no existe, de una ciudad que se llevaron los sismos y una política infame.

Ahora se pregunta dónde quedaron[i] La Bizcocha[/i] y [i]La Bugis[/i], porque de [i]La dama[/i] tiene cuento, ya que cuando terminaba su actuación muchas veces se encontraron por casualidad en [i]La Irma[/i], un puestito de abarrotes que también era conocido como La tienda de la Vuelta, que se ubicaba en uno de los costados del edificio; ahí constató el destino del dinero que recolectaba. Cada vez que coincidían, La dama le ofrecía un Oranchito: “sólo te tomas la mitad”, instruía y acto seguido sacaba el chínguere de entre sus ropas, para mezclarlo con el resto del refresco.

En múltiples ocasiones la encontró en alguna esquina del barrio, sin sentido, durmiendo en plena banqueta, vuelta hacia la pared, como si ahí pudiera esconderse de algo.

Hoy le sorprende no haberse sorprendido de niño por la manera en que se tomaba al hilo el brebaje de alcohol compuesto con el líquido naranja y la naturalidad con que asumía que su casa era la calle; quizá, porque, para entonces la calle no era algo ajeno ni hostil, sino una extensión de las propias casas y porque los ojos de la infancia todo lo absorben, sin enjuiciar.

Un día negro, la algarabía se volvió desánimo: la misma tropa de escuincles que celebraban su llegada, encontraron su cuerpo inerte en el recoveco que formaba la enorme puerta del zaguán y un costado del altar donde se veneraba consistentemente a La Guadalupana. Ahí la vio, postrada con la cabeza recargada en una esquina; el rimel corrido por sus mejillas, señal de copioso llanto, desbarajustada, dolorosa.

“Murió con el amparo de la Virgen”, reconocía el rumor del vecindario, que le regalaba, de cuando en cuando, una moneda o un taco.

Las madres de los chiquillos los llamaban como doña Paca a su ganado hacia el establo, para evitar la escena dantesca, pero la muerte de [i]La dama[/i] se volvió parte de las leyendas que se contaban en las noches decembrinas, antes de cantar los villancicos y salir a la calle en procesión, a pasear los peregrinos de juguete de los nacimientos, para hacer el simulacro de pedir posada, justo cantando a la puerta, en cuyo revés dejó su recuerdo [i]La dama[/i].

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