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del

Ana Marín
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán
La Jornada Maya

Lunes 27 de noviembre, 2017

Un muro separa mi cuarto del patio de la vecina. De ella no conozco su nombre, ni recuerdo del todo su rostro o su complexión física. Sin embargo, todos los días escucho su voz, y me sé de memoria los nombres de sus gatos, que son más callejeros que de casa.

También sé que la vecina tiene una hija. De ella sí me sé su nombre. [i]Mariana[/i]. Mariana, ¿qué? Ni idea. Desconozco su edad, sus rasgos, su apariencia; es Mariana a secas, a veces [i]Animal[/i], a veces [i]Estúpida[/i], de vez en cuando, [i]Pendeja[/i].

Llevo poco más de 10 años viviendo en este fraccionamiento. Alejado del tráfico y del bullicio de las avenidas y calles más transitadas, uno podría pensar que se vive y se duerme en paz. Sin embargo, preferiría aguantar los claxons y el motor de los camiones, que escuchar una vez más a la vecina de atrás.

Al amanecer, en la tarde y antes de irme a la cama, el chirrido de su voz atraviesa la ventana de mi cuarto; cuando la escuché por primera vez, muy entrada la noche, llamaba a sus gatos a comer. “¡Minnie! ¡Duque!¡ ¡Niños!” Alargaba las vocales y utilizó una especie de chillido que me recordó al sonido de uñas deslizándose por un pizarrón.

Al día siguiente, volvió a chillar. A las 6 de la mañana, mientras me alistaba para ir a la escuela, conocí por primera vez a Mariana. “¡Idiota, ya es tarde! ¡Apúrate! ¡Mariana, coño, ¿cuántas veces ya te hablé?!”

Una década después, poco ha cambiado, excepto que la voz de Mariana se ha vuelto más gruesa, y de un tiempo acá, comenzó a rebatir los reclamos de su madre.

[i]Ma[/i]-[i]riiiii[/i]-[i]ah[/i]-[i]naaa[/i]. “¡¿Qué quieres?!”, contesta la niña, también a gritos. La vecina dispara sus insultos favoritos y le exige a la niña que lave esto, que limpie lo otro, que baje la ropa, que barra el piso, que vaya a la tienda. En el imaginario que me he creado de hija y madre, Mariana lo hace arrastrando los pies, con desgana, o no lo hace en absoluto. Sólo con ese escenario podría justificar (a medias) los alaridos de la señora.

Floja, burra, estúpida.

Si escuchas cuidadosamente, puedes oír el suspiro de Mariana. “Ay, mamá…”

La niña Mariana, como muchos niños y adolescentes de México y el mundo, es parte de las estadísticas. Nos encontramos con una generación que considera el maltrato infantil como una medida de educación, para poner un alto a los berrinches, para conseguir que recojan su ropa o que hagan la tarea. “Es que sacan de quicio”. “Me estaba poniendo en vergüenza en el súper”. “Prueba con un bofetón/chancletazo/chingadazo, vas a ver cómo se calma”.

Esta generación también considera que los niños de hoy son más sensibles porque no les ha tocado “su merecido”.

En mi experiencia, no como madre sino como tía, puedo asegurar que sí, los niños pueden volverte loca al menos una vez al día, pero no creo que esto justifique levantarles la mano. Datos de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) señalan que siete de cada 10 niños mexicanos sufren algún tipo de violencia. Esto incluye gritos, golpes e insultos, ausencias, menosprecios y abuso sexual.

Por su parte, el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia en México (Unicef, por sus siglas en inglés) dio a conocer* algunas verdades que avergüenzan:

- Seis de cada 10 niños han vivido algún tipo de violencia en el hogar, y la mitad de los adolescentes del país, ha sufrido algún tipo de agresión sicológica.

- Uno de cada 2 niños/niñas/adolescentes ha sufrido alguna agresión sicológica por algún miembro de su familia.

- Uno de cada 15 infantes ha recibido alguna forma de castigo severo como método de disciplina.

Violentar a un menor -tenga dos, 10 o 17 años- sigue siendo un tema que aún no se legisla propiamente, como muchos otros problemas sociales mexicanos. Desde su publicación en 2014, la Ley General de Protección de niños, niñas y adolescentes (LGDNNA), con todo y sus reformas, aún está muy lejos de brindar la debida justicia.

El Artículo 105 de la LGDNNA, en el apartado IV, señala que “quienes tengan trato con niñas, niños y adolescentes se abstengan de ejercer cualquier tipo de violencia en su contra, en particular el castigo corporal”. Sin embargo, la medida se queda ahí, en un exhorto que pasa desapercibido.

Quizá sustituir la recomendación flácida con una imposición más firme podría hacer la diferencia. Acaso los padres/tutores comprenderán que agredir a sus hijos no se considera, en México ni en ninguna parte del mundo, como un método de educación.

Ahora bien, no sé si Mariana ha sido abofeteada, pellizcada, jaloneada del cabello o quemada con un encendedor. Tampoco sé si su madre ha aplicado la técnica de “violencia a discreción”, que consiste en miradas “asesinas”, insultos mascullados, palabras degradantes camufladas con abrazos u otras gestos falsos de cariño. No sé si ha abusado de ella, si la ha tocado indebidamente, si la obligó a hacer algo indebido.

Mariana ha tenido la suerte de que su madre a veces se despierta con un genio más amable, más dócil y menos exigente, pero tratar con personas violentas puede equipararse a atravesar un campo minado, en especial si se trata de un familiar.

Hace unos días, mi madre salió a confrontar a la vecina; Mariana salió con una sonrisa nerviosa, y tras un poco de presión, accedió a pasar el recado. La madre de Mariana fingió sorpresa y jugó el papel de víctima por aproximadamente 20 segundos.

—¿Yo, gritando? Ni estaba aquí.

—Ay, perdone, es que esa chamaca hace cada burrada…

—Todos los días hace algo que me saca de quicio.

—Usted entiende, tiene hijos…

—Lo bueno es que es mi casa y mi hija y puedo hacer lo que se me pegue la gana.

Amenazó con demandarnos, “porque nuestra ventana da a su propiedad”. Al escuchar las palabras “DIF” y “policía”, su rostro se arrugó en un gesto que oscilaba entre el miedo y la furia.

Como acostumbro hacer en la vida, me mantuve al margen de la discusión. No fui a ver a Mariana, a quien estimo y por quien me preocupo desde el otro lado de la pared. No quise ponerle rostro al chillido que me despierta a las 6 de la mañana. No pude decirle todas las cosas que le he querido escupir al rostro desde hace más de 10 años.

Mariana, me dijo mi madre, “ya está grande y creo que va a la Universidad”. Pero para mí, siempre va a ser la niña que, antes de ir a la escuela, recibe con resignación una letanía de insultos, y al final, sin falta, suspiraba cansada, “Ay, mamá…”.

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