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Rafael Robles de Benito
Foto: Raúl Angulo Hernández
La Jornada Maya

Miércoles 22 de noviembre, 2017

Hace algunos días, en varios medios impresos, se publicó una noticia alarmante: entre 2015 y 2016, México perdió 253 mil hectáreas de bosques y selvas. Una buena parte de esta superficie se encuentra en la península de Yucatán; no obstante, seguimos insistiendo en el aserto de que es precisamente en esta región del país donde se encuentra el macizo forestal tropical continuo o mejor conservado del país, conectado con las selvas altas de Chiapas. Más acá de los números nacionales, debemos poner atención en lo que pasa aquí.

En Quintana Roo, las cifras aparecen como positivas; es decir, parece ser que se recupera más superficie forestal de la que existía en años anterior.
En Yucatán, por otra parte, las cosas parecen no haber cambiado demasiado, quizá porque lo que se podía deforestar está ya devastado, y las selvas, sabanas, manglares y dunas costeras, que aún subsisten en la entidad, se encuentran protegidas o inaccesibles e inhabitadas. En el caso de Campeche el avance de la deforestación ha sido dramático, y ha estado vinculado a procesos de cambio de uso del suelo; esto es, suelos que antes fueron forestales, han pasado muy velozmente a ser suelos agrícolas o pecuarios.

Si bien es cierto que el avance de la frontera agropecuaria es uno de los motores más poderosos de la pérdida de cobertura forestal, hay algunos procesos subyacentes que hay que revisar más profundamente, ya que se encuentran vinculados con decisiones de política pública que le hacen un muy pobre favor a las intenciones de mitigar el avance de los procesos de cambio climático. Entre estos procesos hay que destacar dos, que son conspicuos y parecen imparables: la decisión de respaldar los monocultivos industrializados, que solamente pueden resultar eficaces cuando se realizan en grandes superficies homogéneas y la insistencia en promover y apoyar la ganadería extensiva de bovinos, sobre todo para la producción de carne.

En el primer caso, merecen especial atención dos tipos de cultivos y las posturas políticas que se han asumido frente a ellos. El primero es la soya transgénica. Aunque Yucatán promovió la publicación de un decreto de carácter estatal, para declarar la entidad territorio libre de este producto, se topó con el muro intransigente del gobierno federal, que parece empeñado en favorecer a la agroindustria, más allá de consideraciones ambientales, sin considerar la importancia de la agrobiodiversidad y sin tomarse en serio la importancia que tiene para la seguridad alimentaria de las comunidades rurales, la agricultura tradicional y de pequeños productores.

Y el segundo, particularmente importante en el caos del estado de Campeche, es la palma africana o palma de aceite. Al parecer, convencidos de que se trata de un producto muy rentable, en virtud de su posición actual en el mercado, y seducidos por el espejismo de una “palma sustentable”, inversionistas en agronegocios están apostando por introducirla a la península de Yucatán. Quizá no resulte una mala idea si se garantiza que este cultivo ocupará únicamente tierras deterioradas (previamente destinadas a la agricultura, o a la ganadería), y no implicará cambios en el uso del suelo de terrenos forestales. Francamente, todo indica que esta garantía no se considera como un hecho. La voracidad del capital es ciega, y si los inversionistas consideran rentable tumbar la selva para introducir monocultivos, lo harán. Las consecuencias les parecen impertinentes o insignificantes. Habría que recordar a los gobiernos locales que permiten o alientan la introducción de palma africana que no se trata de una actividad forestal, sino agrícola, y que no se debe considerar dentro de las cuentas de secuestro de carbono, para alcanzar las metas a las que se han comprometido nacional e internacionalmente.

Este último punto merece un énfasis adicional: los tres gobiernos estatales de la península acordaron, al suscribir el Acuerdo General de Coordinación para la Sustentabilidad de la Península de Yucatán (ASPY), entre otras cosas, lograr cero deforestación neta en el año 2030 (-80 por ciento, en 2020), y lograr que 50 por ciento del territorio terrestre y costero de la península de Yucatán esté bajo esquemas de conservación o manejo forestal. La realidad parece ir dejando estos acuerdos, plausibles e importantes, en calidad de piedras en el camino del infierno, como se dice de todas las buenas intenciones.


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