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del

Manuel Alejandro Escoffié
Foto e ilustración: Tomadas de la web
La Jornada Maya

Viernes 17 de noviembre, 2017

Todos conocemos el término. Lo hemos oído y utilizado en alguna ocasión. A veces hasta el punto de no tomarlo con seriedad, reducirlo a un cliché o perder de vista su significado. Sin embargo, me siento seguro de dar por hecho que podemos concordar en lo que se supone que es: un amor por el que uno está dispuesto a correr el riesgo de “hacer el ridículo”. Una declaración de afecto que implica reconocer las grietas en nuestras armaduras. Compartir con el mundo nuestra faceta más vulnerable. Palabras más o palabras menos, el “gusto culpable” nos coloca en el camino a defender lo que disfrutamos a pesar de la abrumadora falta de popularidad, aprobación o interés que pueda existir en torno a dicho disfrute. En vista de lo anterior, no faltará quien quede (comprensiblemente) sorprendido frente a mi inclusión tanto de tal concepto como de [i]Casablanca[/i] (1942), actualmente celebrando 75 años desde su estreno, en la misma edición de esta columna. Para cualquiera con un mínimo conocimiento general, esta película parecería más bien calificar como lo contrario a un “gusto culpable”. Después de todo, una producción de gran presupuesto procedente del clásico studio system hollywoodense como la susodicha, que no solamente fue acreedora al Oscar en categorías de Mejor Película, Mejor Director y Mejor Guion, sino que además ha cimentado con el tiempo una reputación que muy pocos osan poner en tela de juicio, difícilmente tendría necesidad de justificar su legado. Disfrutarla abiertamente debería causar tanta incomodidad como escuchar a “Los Beatles”, tener perros y otras costumbres con altos niveles de aceptación en el mainstream.

Como muchos (seguramente entre quienes leen), quiero a esta película. Le tengo cariño de la misma manera en que lo tendría hacía un pariente o amigo cercano. Sin embargo, tal y como ocurriría analógicamente en ambos casos, después de tanto tiempo de convivir con ella, quizás valga la pena quitarse por un momento los lentes de color de rosa y preguntar si tal amor merecer ser ciego. ¿Está realmente [i]Casablanca[/i] libre de pecado? ¿Desprovista en verdad de cualquier cola que se le pueda pisar?

Mi romance con [i]Casablanca[/i] empezó cuando era joven. Lo bastante como para no percibir algo en ella más allá de la armadura cínica que Rick Blaine (Humphey Bogart) viste todos los días para no volverse loco de soledad, el fuego cruzado en el que Ilsa Lund (Ingrid Bergman) se encuentra a raíz de su guerra interior entre los sentimientos por el hombre que ama y la lealtad al hombre que admira (Paul Henreid), o la empalagosa pero irresistible manera en que ambos predicamentos terminan con los dos accediendo a sacrificar lo que desean en aras de lo que saben (o creen saber) que es correcto. Quizás muy joven para concederle cierta legitimidad, como estaría dispuesto hoy, a puntos de vista como el de Dan Schneider; quien critica su melodrama debido a estar “impulsado por la trama y no por su desarrollo de personajes”. O de Jonathan Rosenbaum, acusándola de ser “armada apresuradamente”. Y si de desaprobaciones ilustres se trata, ¿cómo olvidar la enunciada ni más ni menos que por Umberto Eco, quien se rehúsa a bajarla de “revoltijo carente de credibilidad psicológica y con escasa continuidad en cuanto a sus efectos dramáticos”?

[i]Casablanca[/i] puede considerarse, en efecto, como un revoltijo. Una polimorfa mescolanza de géneros, tonos y arquetipos cuya variedad no le pide nada a los refugiados en el café de Rick. Pero, ¿no significaría también que tiene un poco de todo para cualquiera; de ahí una parte de su popularidad? Incluso Eco termina atribuyéndole “una narrativa en su estado natural sin que el arte intervenga para disciplinarlo”; hasta “profundidades homéricas”.

Si [i]Casablanca[/i] es culpable de algo, sería de sacar a relucir su corazón a partir de su torpeza. Su sencillez desde lo que algunos llamarían su mediocridad. De ser así, asumo los cargos.

[i]Mérida, Yucatán[/i]


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