de

del

Rafael Robles de Benito
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán
La Jornada Maya

Miércoles 8 de noviembre, 2017

[i]Poderoso caballero es Don Dinero[/i]
Francisco Gómez de Quevedo Villegas y Santibáñez Cevallos


¿Cómo ha crecido la Mérida en la última década? ¿Alguien ha preguntado a sus habitantes qué ciudad quieren? ¿Quién decide, y cómo decide, cuál debe ser el uso de los suelos urbanos? ¿Hay una Mérida, o es como Santiago de Chile: una norte, y otra sur, divididas por la inequidad? ¿Tienen la misma seguridad todas las colonias?, o dicho de otra manera, ¿la policía “sirve y protege” a los ciudadanos, o cuida la integridad de la propiedad privada más opulenta? ¿Las áreas verdes urbanas son suficientes y adecuadas, o la ciudad se parece cada vez más a una plancha de concreto y asfalto, con un índice de albedo en ascenso, y por tanto, con islas de calor urbano cada vez más insoportables? ¿Hay demasiados bares y antros en el Centro Histórico, o la vocación turística de esta zona justifica su proliferación, por encima de los intereses de los residentes, los tradicionales, y los recientemente llegados extranjeros? ¿Fue una buena decisión ubicar el nuevo centro de convenciones entre Colón y Cupules, con todas las implicaciones de desarrollo de infraestructura hotelera y comercial que lo acompañan? ¿Y con todas las consecuencias que tendrá en materia de vialidad?

¿Es necesaria la cantidad de centros comerciales y negocios, que surgen como hongos por todo el norte de la mancha urbana? ¿Seguro que no acabarán como enormes elefantes blancos en un abrir y cerrar de los ojos de la historia? ¿El aeropuerto es suficiente para la demanda que genera esta creciente urbe? ¿No es hora ya de reconsiderar el cierre del Centro Histórico al tránsito vehicular? ¿Será suficiente modificar el esquema recaudatorio municipal para estimular el crecimiento vertical dentro del anillo periférico, y esto solucionará el crecimiento desordenado? ¿Podrán la JAPAY, la CFE, y las agencias recolectoras de residuos sólidos proporcionar servicios suficientes, adecuados y eficientes para TODA la ciudadanía, o se verán limitadas a atender las necesidades de la población de mayores ingresos, en detrimento de la calidad de vida de quienes habitan las zonas menos privilegiadas?

Cada vez que amanezco en la ciudad, vuelvo a hacerme todas estas preguntas, y otras, desde luego. Lo que no encuentro por ningún lado son respuestas. En algún momento creí que existía algo así como un programa de desarrollo urbano que ordenaría su crecimiento y desarrollo. Ahora creo que ya no existe. Ahora parece que quien tiene los recursos suficientes para determinar dónde instala su proyecto de inversión, sin importar de qué tamaño sea éste, gana.

De pronto, pequeños grupos de ciudadanos levantan estandartes locales: el “paso deprimido”, algunos parques, un alarido de “basta de antros y bares”, pero todo se trata de intereses locales, bien privados. No hay una identidad citadina. Los ciudadanos no se apropian de su ciudad como paisaje; es decir, solamente ven su barrio, o su calle, y no alcanzan a entender la urbe como entorno. No hay meridanos. Hay vecinos con dinero, o sin él; y hay entonces un crecimiento urbano conducido por el poder del dinero: no importa en realidad lo que demanden las condiciones ambientales del terreno meridano. Importa quién puede pagar lo suficiente para modificarlo. En la mente de estos, de los que pueden pagar, el ambiente, y la sustentabilidad, son ideas remotas, que poco tienen que ver con su presencia inmediata, con su inteligencia de mercado.

Al parecer, no importa para dónde, ni cómo, crece la vetusta urbe. Alguna vez existió algo llamado plan rector de la ciudad de Mérida, algo así como lo que hoy se conoce como Programa de Desarrollo Urbano. No sería sorprendente que en efecto todavía exista un documento formulado con ese propósito, que pretenda regular el crecimiento y ordenar las formas en que se usa el suelo. Sin embargo, en la realidad pura y dura, lo que impera es quién tiene el dinero suficiente para emprender un proyecto determinado, o bien, las decisiones se toman a partir de negociaciones entre la autoridad local – el Municipio – y el gobierno estatal, con muy poca, o nula, intervención de la sociedad civil.

Todos estos elementos: una planeación que no tiene fuerza de ley, una participación esporádica y limitada de los ciudadanos, y un proceso de decisiones de crecimiento basado en el poder y el dinero, y no en el derecho y la consulta, hacen de Mérida una ciudad insustentable.

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