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Eduardo Aguilar B.
Foto: Valentina Álvarez Borges
La Jornada Maya

Miércoles 1 de noviembre, 2017

La autoridad es una cosa, el poder es otra y ambas son muy distintas. Se puede tener uno y carecer del otro o, en el mejor de los casos, se pueden tener ambos factores, aunque en nuestros día no suelen caminar juntos.

Los gobiernos ya no son un ejercicio solitario del poder y las pretendidas democracias lo son menos aún, porque ahora es el tiempo de lobbies, camarillas, grupos de poderosos que ponen y quitan gobernantes en todos los niveles, tomando decisiones desde atrás del trono, sin dar la cara, cargando sobre el gobernante todas las responsabilidades, culpas y reclamos y, ocasionalmente, también los triunfos, que son una manera de asegurar la perpetuidad de sus proyectos y control.

No es un avance político de la humanidad, por supuesto, porque esos grupos no van jamás a una elección, no dan nunca la cara a los votantes y actúan siempre a espaldas de la sociedad que manejan y controlan por interpósita persona, ejerciendo un poder que nada tiene que ver con la democracia o los intereses de la sociedad, un poder enorme que define el rumbo de un país, un estado o incluso un municipio por la fuerza del dinero, de los amarres económicos sustentados en una corrupción tan profunda, que no es posible descubrirla a simple vista.

Los gobiernos dependen cada vez más de esos grupos de poder fáctico, y gracias a ellos llegan a un poder que, sin embargo, no tienen posibilidad de ejercer libremente, condicionados, sometidos a una larga serie de compromisos y negociaciones que se convierten en imposiciones que tocan toda su esfera de influencia: gabinete, obra pública, finanzas, alianzas, filias y fobias, el plan de trabajo, prioridades, todo, absolutamente todo.

El gobernante hoy suele ser un mero “instrumento” de esos grupos, por decir lo más amable. Está en su cargo para trabajar por esos grupos, beneficiarlos y asegurarse de que el poder y ganancia que derive de su ejercicio sea de ellos y que además puedan prevalecer sobre otros grupos cuando llegue la hora de la sucesión, que tampoco es cosa ya de partidos, ideologías o proyectos, sino de otro tipo de lobbies que se apoderaron de partidos y los mueven a su antojo, al ritmo de los negocios y el dinero que les asegura el poder que logran perpetrar, a través de quienes se presentan ante la gente como autoridades “legítimamente constituidas”.

Los partidos son de muchas formas, el origen de este sistema de gobierno de lobbies; ahí nacen estos grupos, se fortalecen, van tejiendo su entramado de poder compartido y, finalmente, vendido al mejor postor, que se convertirá de ese modo en el dueño real de esa facción y si su influencia económica le alcanza, eventualmente en dueño del partido; titiritero maestro que con todos los hilos en la mano, se acerca cada vez más al gobierno mismo, a negocios de ligas mayores.

En ese entramado nacen las riquezas desmedidas de políticos encumbrados para hacer de tapadera del lobby que los respalda, que paga tan generosamente y extiende un paraguas de poder tan amplio, que alcanza incluso para usar helicópteros presidenciales en cualquier día de lluvia, o de sol tan esplendoroso que se antoja un buen partido de golf o bien para viajar a Europa con viáticos diarios arriba de 60 mil pesitos, por citar algún ejemplo.

El gran drama de esta realidad es que estos grupos son ahora los principales promotores mundiales de la democracia y no por respeto a la utópica voluntad popular, sino porque es el sistema de gobierno que más fácilmente pueden controlar, el más susceptible de rendirse a su ejercicio de control, porque las dictaduras siempre terminan por hacerse complicadas y tienden a un absolutismo que no les favorece, pero que sí les necesita, paga mal o simplemente no paga.

Los [i]lobbies[/i] llegaron al poder aprovechando la intrínseca debilidad de una democracia hundida en un mundo de consumo y pragmatismo, en el que la procedencia del dinero no es tan importante como tenerlo, y los partidos y gobernantes necesitan dinero siempre, lo mismo para su operación cotidiana que para sustentar el escandaloso tren de vida de la clase política en lugares como México, Colombia, Argentina o Zaire.

El contexto es absolutamente ideal para la corrupción más descarada, pero lo es aún más para el control que sobre los gobiernos ejercen esos poderosos ocultos que definen el rumbo institucional, promueven políticas públicas, designan mandatarios, deciden quién sí y quién no, barajan gabinetes, y mientras alimentan a la clase política con jugosas tajadas de dinero poco o nada trabajado, consolidándose como un gobierno oscuro, alejado de cualquier forma electoral y muy convenientemente, de cualquier responsabilidad pública sobre sus actos o decisiones.

La democracia del siglo XXI es, al final, una forma evolucionada de la oligarquía decimonónica, aquella que forjó imperios industriales y fortunas fabulosas, creando apellidos legendarios que se convirtieron en marcas transnacionales que transitaron el turbulento siglo XX medrando y corrompiendo, hasta hacerse con el poder y el control de las democracias tan modernas como frágiles, tan urgidas de dinero como proclives a desentenderse de su procedencia.

La democracia del siglo XXI es un juego de sombras y de espejos, cáscaras de nuez que esconden una bolita de corrupción, manejadas por las manos maestras de prestidigitadores que las mueven, ocultan sus intenciones y que han moldeado una sociedad tan adherida a la hipocresía de lo políticamente correcto, que se niega a ver lo que ocurre ante sus ojos, que han perdido el sentido de la necesaria rebeldía, y que ha elegido creer que los contrapesos y equilibrios son cosas que los políticos pueden manejar adecuadamente.

El poder y la autoridad no son lo mismo, ni en Quintana Roo, México, ni la mítica China de todos los dichos.

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