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del

Manuel Alejandro Escoffié
Foto tomada de www.babypost.com
La Jornada Maya

Viernes 6 de octubre, 2017

El sábado pasado, mi esposa y un servidor acudimos a una sala de Cinepolis Altabrisa para ver [i]It[/i], adaptación de la novela de Stephen King bajo la dirección de Andy Muschietti. Sin embargo, no escribo para dar a conocer mi opinión sobre la película, sino lo que sucedió en la proyección. Durante uno de los juegos psicológicos a los que el payaso Pennywise (Bill Skarsgard) somete a los protagonistas del relato, mi mujer juró haber escuchado dentro de la sala llantos de un bebé. Mi primera reacción fue interpretarlo como parte de los efectos sonoros de la película misma; ya que no podía imaginarme a un padre o a una madre sin las suficientes neuronas para entender que, por sentido común, jamás se trae a un infante a ver un filme de estas características. Por desgracia, el sentido común demostró ser el menos común de los sentidos cuando, por tercera o cuarta ocasión, los gemidos fueron escuchados con bastante contundencia para confirmar que procedían del recinto y no de las bocinas.

La Ley General de Cinematografía establece una jerarquía clasificatoria para determinar qué públicos, según su rango de edad, pueden gozar de autorización para ver una película en las salas comerciales. Si se trata de una función catalogada como “AA”, “A” (ambas para todo público), o “B” (12 años en adelante), la admisión de entrada para menores de edad es de un carácter meramente informativo, lo cual ocasiona que quede al criterio de los padres; correspondiéndole a la gerencia del cine tan solo informar o poner sobre aviso respecto al material potencialmente perturbador para la criatura. Pero en cambio, si es que se pretende introducirla a una exhibición de clasificación “C” (a partir de 18 años), la situación adquiere un carácter restrictivo; puesto que la admisión puede implicar para el negocio una sanción. Mientras caminaba hacía la gerencia para reportar el incidente, me preguntaba qué tan conscientes estarían los encargados del cine de estas disposiciones. Como era de esperarse, me aseguraron que siguen al pie de la letra cada una, y que incluso se reservan el derecho de obligar a evacuar la sala al padre con el hijo en la película equivocada, en caso de que la hiperactividad del mocoso de lugar a quejas. Pero fue otra revelación la que encendió en mí una mayor indignación: que, en nueve de cada diez de los casos, nadie suele levantarse de su asiento. Nadie protesta. Nadie denuncia. Y con el silencio, sellan su complicidad.

Hace unas semanas, escribí acerca de por qué de nada sirve “amar al cine” sin demostrar un auténtico respeto hacia él. Aunque algunos lo entendieron como una actitud elitista y snob de mi parte, lo que en realidad quise comenzar a desarrollar es la idea de un público más ACTIVO y menos PASIVO. Y con esto me refiero en gran medida a un público sin temor alguno de mandar el mensaje fuerte, claro y sin concesiones de que haber fornicado sin preservativos no le otorga a nadie el permiso de convertir la sala de cine en una guardería.

Esta condescendiente, vergonzosa e inmerecida indulgencia hacía padres que se sienten con la confianza para poder escudarse en el falaz pretexto de no contar con una niñera, anteponiendo su entretenimiento al derecho de su hijo/hija a una cultura cinematográfica de acuerdo a su edad, ha durado demasiado tiempo. Es momento de decir basta. Está más que claro que las cadenas de exhibición y las leyes en su condición actual no serán de gran ayuda para romper el paradigma. De modo que aprovecho mis últimas líneas para exhortar a quienes concuerden con quien escribe a tomar cartas en el asunto. Quéjense. Reporten. Pongan en evidencia. Desenmascaren esta actitud nociva tantas veces y por los medios que sean necesarios. Hagamos que estas personas negligentes e irresponsables piensen dos, o inclusive tres veces antes de volver a disfrutar de su “impunidad”. De esta forma dejaremos de compartir la culpa con ellos y nos redimiremos al convertirnos en su peor pesadilla.

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