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Manuel Alejandro Escoffié
Foto: cortesía del autor
La Jornada Maya

Viernes 25 de agosto, 2017

Como muchos de los que probablemente estén leyendo estas líneas, mi conexión con el cine inició en el más básico de todos los niveles: el de un espectador. Nada más complicado que ver todas las películas que pudiese y disfrutarlas; sin necesidad o interés por ir más allá. Sin embargo, en algún punto de mi vida comenzó a sucederme algo que no acostumbra sucederles a muchos. Pasé de limitarme a ver películas a querer saber cada vez más cómo se hacían. A querer conocer los más recónditos secretos de su realización. De tal modo que no sería extraño suponer que, tan pronto el boom del DVD alcanzó su apoteosis entre finales de los años 90´s y entre principios de los 2000´s, consumí cuanto audio-comentario, documental detrás de cámaras y featurette en ediciones especiales cayera a mis manos, con el afán obsesivo de un adicto a la nicotina lamiendo las orillas de un cenicero. El truco de magia ya no era suficiente; ahora necesitaba hurgar dentro del maletín del mago. Tiempo después, otra cosa me sucedió que suele sucederle a todavía menos gente: pasé de querer saber los secretos del truco a querer crear los míos propios. A querer convertirme en mago. En director de cine. Y no solo eso: me convencí a mí mismo de que tenía talento y de que era mi vocación. De que mi vida no había sido más que un preludio hacia este momento. De que estaba programado para ser director o no ser nada. Por si fuese poco, acabé igualmente convencido de que tenía cosas creativas, originales e interesantes que decir por medio del cine, así como el derecho innato y fundamental a que el público las llegase a conocer. Como si el mundo me lo debiese. El primer y más frecuente pecado de la juventud es la pretensión.

A casi veinte años de ello, ya con la experiencia de haber dirigido en unas cuantas ocasiones, mientras reviso miles de fotos de rodaje, viejas carpetas de producción y humedecidas hojas de guiones; todos documentos concernientes a cortometrajes realizados en mi época de estudiante, me siento con la madurez para admitir no solo haber “pecado” de tal manera, sino también que, en el fondo, no quería ser director de cine tanto como creía. Más bien, supone quien escribe, me enamoré de la idea de ser uno. De lo que social y culturalmente se le atribuye a la profesión y no de la profesión en sí. De lo contrario, quizás ahora estaría justamente haciendo eso. En cuanto al derecho natural para presumir de mi “talento”, una inocente manera de plantearlo sería decir que aprendí la diferencia entre asumirlo y ganarlo. Igual que cuando todos descubrimos que Santa Claus no existe, que los bebés no llegan por cortesía de las cigüeñas y que Alex Syntek no ha tenido más que una increíble buena suerte, la realidad me embistió con una bofetada en la cara. Dolorosa, pero inevitable. Y a dicho adjetivo me atrevería a añadir los de “necesaria” y “beneficiosa”; ya que lo duro del golpe, además de mis falsos sueños, despedazó un paradigma del que muchos en mi posición de antaño parecen adolecer: el erróneo paradigma de que la única y la más importante manera de llegar a ser parte del cine es logrando sentarse en la silla del director.

Sin ánimos de querer hablar por todos, no puedo evitar preguntarme: “¿Cuántos aspirantes a tal puesto estarán tan confundidos como yo lo estuve una vez? ¿Cuántos se derrumbarán al descubrir que dirigir implica más de lo que esperaban; a parte de gritar órdenes desde un megáfono? ¿Cuántos tendrán el estómago y la paciencia para el nivel de compromiso que representa? ¿Qué es exactamente lo que buscan en el cine o lo que esperan del mismo? ¿Probar que son “artistas” serios y profundos? ¿Demostrar que conocen la filmografía de su cineasta favorito calcando varios movimientos de cámara cuya verdadera función apenas comprenden? ¿Tomarse una selfie en Cannes? ¿O sencillamente contar una historia que signifique algo para ellos de la mejor manera posible?”

Dirigir es como cualquier vocación. Dista de ser la única y no tiene que ser para cualquiera.


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