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Carlos Luis Escoffié Duarte
Foto: Archivo
La Jornada Maya

Viernes 25 de agosto, 2017

Buenos días, honorables magistrados del Tribunal Supremo de Piricure. Reunidos en este recinto, la opinión pública nos observa impaciente. La gente espera el veredicto que emitirán en este juicio que algunos califican “del siglo”.

Durante esta intervención no voy a convencerlos de los legítimos intereses de mi cliente, la empresa Lorenz. La opinión que puedan tener de ella se encuentra bajo total jurisdicción de sus conciencias, pero no es la reputación de mi representada por la que les imploro actuar con justicia, sino por el imperio de la razón.

En días anteriores, los demandantes han presentado un extenso inventario de pruebas. Reconocemos todas y cada una de ellas, pero rechazamos la forma en que han sido interpretadas: el saldo de 17 muertos y 39 heridos no fue, como argumentan, resultado de una negligencia de Lorenz, sino producto de un acto terrorista. De sobra está aclarar, ajeno a la voluntad de mis clientes.

Lorenz es líder mundial en transportes privados. A través de su plataforma para celular, permite al usuario acceder a un servicio ilimitado, ya sean horas, días, semanas o meses, y a precios imposibles de imitar. ¿Cuál es su secreto? El sistema basado en inteligencia artificial. La empresa no cuenta con conductores, sino con vehículos autómatas que obedecen al cliente. Sin personal guiando las unidades, los precios son mínimos y la demanda insaciable. Uno a uno, sus competidores han sucumbido por selección natural del mercado.

Sí, sí. Sí, señor magistrado, le aseguro que todo lo que digo tiene un propósito para el caso. Le pido me permita terminar.

No es el Ministerio de Defensa o una empresa de robótica quien lleva la vanguardia en el desarrollo de inteligencia artificial. Es Lorenz. Tanto es así que lo inevitable ha ocurrido en el caso que hoy nos reúne: por un error operativo, la unidad con el registro XT-801 desarrolló autoconciencia.

Tener conciencia de sí mismo no es un requisito para la supervivencia. Es, más bien, irrelevante. Nuestra especie fue dotada de ella no por mérito evolutivo, sino por una falla en las manos torpes de la naturaleza. Como consecuencia, vivimos sabiendo que la muerte nos espera, atormentados con preguntas acerca de nuestro propósito en el mundo (a pesar de que quizá no exista uno). Recibirla nos intoxicó de miedo. No del bendito y efímero miedo que permite a la gacela escapar del chita, sino un terror permanente provocado por nuestros demonios internos.

Sí, de acuerdo. Sí, disculpe, señor magistrado. Iré al grano.

Para cometer un acto de terror, debe poseerse una sobredosis terror. XT-801 la tenía. Se sabía solo. Se sabía creado. Era consciente de su vacía existencia, carente de un destino divino que pudiese redimirlo. Siendo único dentro de su “especie”, no podía temer a sus semejantes. Pero sí a nosotros. Y sabemos bien que en los campos del miedo suele cosecharse odio.

El resultado fue inminente: a fines de enero decidió conducirse sobre la avenida de mercados en Piricure y atropellar a todas las personas que pudiese. ¿De qué otra forma podríamos calificar aquel ritual de la muerte? ¿Cómo podríamos entender ese sacrificio sobre el altar urbano si no es como un acto terrorista?

Honorables magistrados las pérdidas humanas no han sido culpa de la directiva de Lorenz, sino de la autoconciencia y su efecto dominó que lleva al miedo, luego al odio y, por último, a la excitación por la muerte. Y mientras nos encontramos aquí, ahí afuera germinan nuevos verdugos de este infierno que habitamos.

[b]Twitter: @kalycho[/b]


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