de

del

Eduardo Aguilar B.
Foto: Cuartoscuro
La Jornada Maya

Jueves 10 de agosto, 2017

Conocí a Rius, literariamente, siendo apenas un niño enredado en sus juegos, descubriendo el mundo de lecturas ligeras que mi padre puso al alcance de mi mano, descubriendo a Juan Calzónzin que fue quizá mi segundo filósofo de pueblo favorito, apenas superado por el inefable Tsekub Baloyán. De ambos aprendí cosas de la vida y la gente que, años después, ni Kant, ni Nietzsche, ni Sartre lograron enseñarme.

Conocí a Rius, personalmente, en ocasión de una visita a Chetumal promovida por mi amigo Francisco Bautista y patrocinada por un congreso estatal que entonces aún se ocupaba de esas cosas. Descubrí en él, en su trato fácil, en sus maneras amables y punzantes a la vez, que él mismo era Juan Calzónzin, pero que había algo de Chon Prieto y que por ahí se asomaba de repente, en algunos deslices sibaritas, el mismísimo don Plutarco.

Conocí con Rius aún antes de entenderlo bien, al México político, bronco, resignado, feliz e infeliz a la vez, pícaro y remolón, ladino y acomodaticio, clasista pomposo y racista soterrado a partes iguales, que vivía en cada personaje de Los Supermachos que entraba a la casa semana a semana, sin faltar a la cita, y me rodeaban todos y me desgranaban lo mejor de sus personalidades tan diversas como el país mismo que estaba ahí también, amontonado y garabateado entre frases sueltas, dibujos anárquicamente acomodados, conciencias buenas y de las otras, izquierdas y derechas marcadas, definidas con claridades propias de otros tiempos y de otras mentes que se van perdiendo.

Habrá hoy quien dicte cátedra sobre el aporte fundamental de Eduardo del Río al México de los 60, 70, 80 y más; habrá quien proclame las verdades desmentidas por el autor mismo, sus desencantos personales y políticos; habrá hoy quien pueda y deba analizar la hondura del calado de su mente en la cultura popular mexicana, y habrá que celebrar que haya quienes hagan estas cosas necesarias, importantes, trascendentes como Rius mismo.

Yo recuerdo hoy a Rius como aquel que conocí con emoción, con entusiasmo, consciente de que estaba por estrechar la mano de una persona admirada cuyo trabajo, de alguna forma, era parte de mi infancia y adolescencia. Lo recuerdo como aquel que descubrí una vez acostumbrado a su presencia, despojándose él mismo de toda aura de misterio o grandeza, revelándose común, mortal, falible, divertido, lúdico, errado en tanto, certero en mucho más.

Pero también lo recuerdo serio y un tanto amargo al hablar con franqueza de sus desencantos políticos, de una izquierda mexicana podrida, corrupta, dividida por sus propios intereses tan mezquinos como los de la derecha, mezclados ambos en aquello que entonces se definía como el “centro progresista”, pasados ya los años del “nacionalismo revolucionario”. Lo recuerdo en el duro desencanto de la revolución cubana, de Fidel y Raúl y Gorbachov para ir más lejos, descifrando cómo transformar un pensamiento liberal forjado en años de consciencia propia, y desbaratado en unos pocos meses dolorosos, crueles, que lo marcaron en el ánimo y el carácter como a tantos otros.

Conocí a Rius y me complazco en ello, en su efímera amistad que fue tan breve como sincera, y al día de su muerte me da por celebrar su vida y regresar a su larga conversación de aquella cena a orillas de la bahía, a sus bromas repartidas tan generosa, como certeramente.

Que si se va una época, que si los símbolos, que si el legado, que si la escuela creada y abrevada por tantos, que si la izquierda o la derecha, que si el México sin él o con él, que si… en fin, que ahora lo que importa es su vida, su creación, el personaje que fue él mismo y lo bien que lo pasamos los que le conocimos, literaria o personalmente, y esta envidia hacia quienes por años, gozaron de su vida… Buen viaje, don Eduardo, aunque ni usted ni yo creamos que haya a dónde ir.


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