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Rafael Robles de Benito
Foto: Fernando Eloy
La Jornada Maya

Miércoles 9 de agosto, 2017

De unas cuantas semanas para acá se han desatado, en los puertos de la mitad oriental de la costa yucateca, diversos zipizapes al son de “fuera los fuereños”. Los alcaldes de los municipios costeros (y de algunos más tierra adentro, como Dzilam González), abrumados por la presión generada por la turba altisonante que se arremolina ante sus oficinas, no hayan más solución que arremeter contra las personas de otros estados, a quienes por tener aspecto y acentos distintos a los locales, se les prejuzga de maleantes y malvivientes.

No cabe duda de que, entre la multitud de pescadores foráneos que acude a los puertos yucatecos, sobre todo durante las temporadas de captura de pepino de mar y pulpo, haya muchos que resulten, en efecto, maleantes. También los hay entre los pobladores locales. Tampoco cabe duda de que muchos son trabajadores del mar, tan honestos como honrados. Como también lo son la mayoría de los residentes locales.

Al respecto, habría que poner el acento en las verdaderas causas de esta situación, antes de que se convierta en un problema social de mayúsculas proporciones. Por su parte, las autoridades de los tres niveles de gobierno, sobre todo las dependencias responsables del ordenamiento pesquero y de la conservación sustentable de los recursos del mar, debieran estar poniendo la mirada, no en grupos de pescadores locales que se manifiestan frente a las oficinas de los alcaldes, ni en las formas de controlar o limitar el movimiento de pescadores provenientes de otras localidades o de otros estados; sino en asear los establos de Augías (aquéllos que Hércules tuvo que limpiar en un sólo día) en que se ha convertido el universo de los permisos de pesca, la fabricación, comercialización, trasiego de embarcaciones, motores, artes de pesca, transporte, almacenamiento y comercialización de productos pesqueros.

El conflicto real no radica en la procedencia de quienes se juegan el pellejo en la mar, tratando de obtener recursos suficientes para salvar el día a día. El problema real se encuentra en la manera en que operan los verdaderos dueños de los permisos de pesca, de las embarcaciones y motores, de las plantas de productos pesqueros, y de la red de frío en el estado. Caracterizados por una ambición sin límite, por un desprecio prepotente ante el imperio de la ley, empecinados en suponer que el mar es una fuente eterna y que habrá productos marinos para todos. Estos grandes señores de la pesca invierten cada vez más en equipos, y contratan más pescadores.
“Contratan” es un decir, porque no tienen contrato alguno y mucho menos prestaciones acordes a las leyes nacionales, más bien los reclutan con engañosas “asociaciones”, en las que quien trabaja no es dueño del producto que extrae del mar, ni del permiso para extraerlo, ni del equipo con que lo extrae. Sin embargo, “vende” su producto al permisionario, al precio que éste le fija sin cortapisas, ni negociación, en un arreglo a todas luces ilegal, pero que opera con plena complacencia (y ¿por qué no?, complicidad) de la autoridad.

Ante este panorama, no hay recurso natural que resista y es perfectamente comprensible que todas las pesquerías tiendan a la disminución de sus rendimientos, cuando no al colapso. La sustentabilidad de la pesca en Yucatán está en riesgo, si es que todavía se puede hacer algo para construirla, en tanto, la situación de los recursos del mar se acerca cada vez más a una clásica situación de tragedia de los bienes en propiedad común: todos quieren obtener más y más, antes que el vecino lo tenga, así hasta que el recurso se agote.

La respuesta no está, insisto, en dejar la actividad en manos de los residentes locales, excluyendo por la fuerza y de forma ilegal a todo aquél que provenga de otros lugares. Apelar a la conciencia de los actores involucrados, de manera que voluntaria y solidariamente decidan acotar el alcance de su actividad, de acuerdo con la capacidad de carga de los recursos; o que accedan, también voluntaria y solidariamente, al establecimiento de zonas de no pesca o refugios pesqueros para proteger al menos parte de sus poblaciones; suena muy bien y habría que hacerlo de continuo, en un esfuerzo de generaciones.

Pero el colapso de la pesca, en el actual estado de cosas, es cuestión del corto plazo y requiere de la acción decidida de gobiernos (federal, estatal y municipales) fuertes y legítimos, capaces de garantizar el imperio de la ley, sin necesidad de recurrir a la violencia institucional y la represión, o las componendas con los intereses creados en el sector. Eso se ve muy lejos de acontecer.


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