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Giovana Jaspersen
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán
La Jornada Maya

Viernes 4 de agosto, 2017

Jep Gambardella supo que estaba destinado a la sensibilidad cuando en su juventud, frente a la pregunta "¿Qué es lo que de verdad te gusta más en la vida?", mientras todos sus amigos respondían que el sexo de las chicas, él decía que el olor de las casas de los viejos.

Junto con Fred B. y Mick, Jep, forma una tercia exacta de personajes masculinos con los que Sorrentino en sus dos últimos largometrajes nos incitó a poner bajo la lupa la vida adulta, el deterioro y la vejez desde un cristal particular y masculino, tan práctico como filosófico, pero especialmente con un inmenso cuidado de lo sutil y lo bello. No se trata de ancianos cualquiera, sino de hombres enormes, conscientes de que andan hacia el final de la vida sabiendo cosas tan relevantes como que no tienen tiempo para perderlo estando donde no quieren, que Dios puede manifestarse en la piel húmeda de la juventud, o que la memoria es relativa y todo se olvida, pero es fundamental saber cuánto se orina por día.

Mucho se nos ha dicho que los ancianos son sabios. Sin embargo, poco solemos distinguir entre experiencia y sabiduría. Todos a cierta edad seremos experimentados, pero muy pocos sabios; la diferencia está muy relacionada con el tipo de vida, el disfrute, el éxito y el fracaso -en sus más diversas manifestaciones-, el goce, la caída, el haber descubierto lo que de verdad se disfrutaba y haberlo hecho hasta que se acabara, el coraje, la tranquilidad y el aprovechamiento. Como si fuera el resultado de un corte de caja o un balance.

La vejez puede traer sabiduría, pero también un encuentro atroz con el desconocido en el espejo y una consciencia extrema de lo que se pierde con el correr de cada día. Se convierte en un ejercicio de humildad absoluto; soledad y observación, conclusiones. El período más difuso para todos los otros, lleno de preguntas que no nos atrevemos a pronunciar, no sabemos nada y callamos tímidos y ocultos detrás del "respeto".

Nos confunde el paso del tiempo y la vida, y somos tan superficiales que nos dejamos llevar por los cabellos canos y las pieles hendidas, el deterioro de un cuerpo hace que nosotros deterioremos su mente y espíritu con sutiles tratos, imperceptibles rasguños en la auto percepción. Cambiamos el tono de nuestra voz, nos dirigimos a ellos con “dulzura” y los introducimos en la dinámica de la compasión; pláticas sencillas, poca atención al trasfondo de lo que se dice, cuidado extremo. Basta reparar en nuestro tacto ¿por qué tocamos así a los viejos? ¿Hay quién los acaricie de otras formas? Castramos al hombre adulto que consideramos ya no debe tener apetito y lo juzgamos si vemos que se asoma algo de ello en él, todo sin saber muy bien quién nos dijo que así debía ser.

El deterioro es cruel cuando transforma las relaciones, y quienes se desearon un día se reconocen al otro en un exhaustivo ejercicio parental ¿Ya comiste? ¿Ya regresaste? ¿Tomaste la medicina? ¡Deja eso que te hace daño! ¡No puedes (comer-beber-hacer-sentir) eso, ya te lo dijo el médico! ¡Pareces un chiquito! ¡Eres un necio! La retahíla puede ser privada o pública, como cuando niños; sin embargo, no lo son. A diferencia del cuidado del infante, cuando hay relaciones claras de dependencia en el criterio y conocimiento del mundo, los ancianos lo conocen !ellos lo hicieron! Saben lo que hacen y sus consecuencias, los límites y los estragos; su resistencia no es tan distinta a la necedad juvenil, es suya, y es también su forma de tener aunque sea un poco del control que les es robado.

Se pasa la vida persiguiendo la libertad y un día se corta de tajo, los hijos se tornan padres, se depende; y el camino de la frustración es largo. Parece miserable pensar que es la única forma que tenemos de demostrar afecto es desde el juicio, la vigilancia y el castigo ¿Dónde dejamos el cierre del ciclo pleno y tranquilo, sin nanas ni deudas? La extensión de la vida, por días, semanas o meses, es un acto egoísta que procuramos los otros para nosotros; preferimos la vida cautiva a la despedida franca y en paz; terminamos sometiendo lo amado.

Los viejos necesitan lo mismo que necesitamos todos: belleza, energía, pasión. Ganas. Éstas no se encierran en el trato infantil y la persecución, sino en el andar con la dignidad que se busca siempre, entre el deterioro con su atroz avance, pero en la claridad de ser el mismo que se ha sido, aunque en el espejo habite otro. Porque en cada uno de ellos, como de forma lúcida y extraordinaria nos narrara José Ramón Enríquez en su [i]Ritual de invierno[/i], habitan el joven, el hombre y el viejo. Mientras el joven recorta y pega sobre la memoria en blanco, el viejo ya sin poder hablar y con nulo control de esfínteres suplica en silencio que lo deje de limpiar, lastimar y avergonzar la mujer que lo amó y a la que nunca vio.


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