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Manuel Alejandro Escoffié
Foto: Fabrizio León
La Jornada Maya

Jueves 06 de julio, 2017


La rutina es más o menos siempre la misma. Cada domingo, a diferencia de muchos con un mínimo de sentido común, me levanto temprano; alrededor de las 8 horas. Con la computadora encendida, no necesito más que un vaso de leche, un tazón de cereal y diez minutos de procrastinación para sentir que puedo empezar. Y por “empezar” me refiero a permanecer sentado mirando el techo de mi casa, albergando esperanza de que mi cerebro, cual satélite luchando por capturar una señal radiofónica pirata en el espacio, logre definir exactamente lo que deseo expresar respecto al tema, así como también con qué palabras y sentido preciso. En el mejor de los casos, para el mediodía estaré cerca de 3 mil de los 4 mil caracteres que se me permiten. En el peor, llegaré hasta la noche del martes (las entrega son los miércoles) aún donde comencé y con el deadline revoloteando a mi alrededor como zopilote.

Con ciertas variantes, éste es el mismo proceso con que solía redactar críticas de cine para el [i]Diario de Yucatán.[/i] Cuando dejé de escribir para éste en 2015 y redirigí mis esfuerzos a [i]La Jornada Maya[/i], sabía bien de dónde salía y a dónde entraba. Lo que ganaba y lo que perdía. Sabía que el nivel de exposición al que estaba acostumbrado publicando a la semana en un medio con semejante marca establecida desde mis años de estudiante difícilmente me estaría esperando en un periódico a punto de sacar su primer tiro. “Es un acto de locura” - recuerdo que algunos me decían. No faltó quienes fueron tan lejos como para catalogarlo de suicidio.

Y tenían razón. Fue un acto de locura espontánea. Dinamité el puente. Quemé la nave. Sin embargo, parecería más loco y estúpido dar por hecho la inexistencia de otros puentes u otras naves. Mucho más todavía presuponer que hubiera podido estar felizmente conforme avanzando en la nave de otras personas. Me “suicidé” en calidad de crítico de cine para volver a nacer como un columnista cinematográfico. Destruí el puente para construir el mío propio. Desde hace dos años, eso he estado haciendo gracias a [i]La Jornada Maya[/i].

Cuando visité por primera vez sus oficinas, caí en la cuenta de que ambos, colaborador y periódico, nos habíamos conocido en circunstancias comunes: apenas en la primera piedra. Nadie iba a darle a estos jóvenes reporteros, redactores, diseñadores y correctores de estilo rebosantes de energía el beneficio de la duda por tener el nombre de [i]La Jornada[/i] bordado en la solapa de sus camisas. Estábamos solos contra el mundo. Dos años después, en más de un sentido, seguimos estándolo. Y a mucha honra.
Pese a estar en ánimos de celebración, no dejaré que el sentimentalismo me haga dar la impresión de que ha sido siempre un picnic en el parque; mucho menos sobredimensionar la importancia de nuestra labor más allá de lo razonable. Sin embargo, en la medida en que el aprecio, la comunicación, la confianza y la honestidad sigan siendo moneda corriente entre un servidor y el equipo editorial que me ha regalado la mejor manera de fortalecer mi visión personal sobre el cine, brindaré por muchos años más de “locuras” y de “estupideces”. ¡Salud, muchachos!


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