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Fabrizio Lorusso
Foto: Cuartoscuro
La Jornada Maya

Domingo 4 de junio, 2017

El politólogo italiano Giovanni Sartori, quien falleció el pasado 4 de abril a los noventa y dos años de edad, fue uno de los más reconocidos estudiosos del mundo sobre teoría de la democracia, sistema de partidos y constitucionalismo. Desde la década de los años noventa del siglo pasado, en Italia, solía aparecer con frecuencia casi semanal en uno que otro programa de televisión de los que organizan debates entre políticos, ciudadanos e integrantes de organizaciones de la sociedad civil. Extrañamente fue allí, y no en los salones escolares o en los periódicos con los que colaboraba, donde, todavía como estudiante de liceo, me familiaricé con su concepción de la “ciencia política”, una disciplina que, junto a la [i]Rivista italiana di scienze politiche[/i], fundó académicamente en Italia, con su visión de la democracia.

La capacidad de análisis y la claridad expositiva de Sartori se destilaban, y resultaban simplificadas pero nunca simplonas y siempre eficaces en las intervenciones en estos programas, y llegaban en el momento adecuado y tenían la función primordial de rectificar y moderar los disparates que la mayoría de los políticos suelen proferir, creyendo salir impunes de la transmisión. Destacaba su sarcasmo picante, fundado en una mezcla de autoridad moral y sagacidad verbal, y sus sentencias lapidarias sobre la casta político-gubernamental.

En la televisión, pero también en sus columnas en el diario nacional [i]Corriere della Sera[/i], Sartori jugaba el papel del experto y del desmitificador, al criticar y, a veces hasta ridiculizar ciertas banalidades que, con buena o mala fe los miembros destacados de los partidos, los congresistas, los secretarios de gobierno o los mismos periodistas invitados reiteraban. Era el momento más esperado, quizás el único minuto realmente útil y sincero en las dos horas de enpantallamiento mediático-político frente a la tv. Hoy en día, esos espacios se han ido convirtiendo en cajas vacías de [i]infotainment[/i], o sea, de información-espectáculo sin mucho contenido, y una figura como Sartori no cabría allí.

Fue en México, tras un evento que organizó la unam hace unos años, que pude escucharlo en vivo en el auditorio del Instituto de Investigaciones Jurídicas, y que pude descubrir cuán popular, citado y estudiado es en el país y en América Latina. Como ha pasado con otras figuras históricas de la filosofía y de las ciencias políticas italianas, a partir de Niccolò Machiavelli hasta llegar a Antonio Gramsci, Bruno Leoni, Gaetano Mosca, Norberto Bobbio y al “alumno” de Sartori, Leonardo Morlino, por mencionar a algunos, también Sartori gozó de una fama enorme y sus escritos tuvieron repercusiones incluso más en el exterior que en su mismo país de origen.

El académico florentino, nacido en 1924, salió en 1976 de Italia, cuando la publicación de su libro [i]Partidos políticos y sistema de partidos[/i] lo estaba proyectando en la escena internacional de los estudiosos de ciencias políticas. Fue muy crítico con su propio país y su mundo académico, a ambos reservaba epítetos tales como “Burro-Cracia”, “Sueño-Landia”, “Risa-Landia” y “un país sentado en los mismos sillones que ocupa”. Finalmente, desarrolló el resto de su carrera en Estados Unidos, entre Stanford y la Columbia University y, diría yo, en el mundo entero.

Su definición de los partidos políticos, una institución que hoy en día está tocando fondo en la opinión de la gente, sobre todo en países como México en que hay mayores niveles de corrupción y, a la vez, de desigualdades y demandas sociales insatisfechas, constituyó una aportación valiosa al conocimiento sobre los elementos formativos de la democracia, ya que los diferenciaba claramente de los movimientos sociales. Al describir el partido como “cualquier grupo político identificado con una etiqueta oficial que se presenta a las elecciones y puede sacar en elecciones (libres o no), candidatos a cargos públicos”, Sartori hacía en su momento un acotamiento necesario que recortaba espacios de comprensión de la realidad política y de la compleja interacción entre los mismos partidos, los lobbies o grupos de presión y los movimientos organizados de la sociedad.

“Definir la democracia es importante porque establece qué cosa nos esperamos de la democracia. Si vamos a definir la democracia de manera ‘irreal’, no encontraremos nunca ‘realidades democráticas’. Y cuando de vez en cuando declaramos ‘esto es democracia’, o bien, ‘esto no lo es’ queda claro que el juicio depende de la definición o de nuestra idea sobre qué es la democracia, qué puede ser o qué debe ser”, escribía Sartori en el exordio de su texto fundamental ¿Qué es la democracia? (https://goo.gl/MEEeOu), publicado hace casi un cuarto de siglo pero todavía muy actual. En efecto, esta cita arroja luces sobre el fenómeno reciente del desencanto y la decepción respecto de la democracia: la carga simbólica y las expectativas materiales que confiamos a la democracia como sistema, cuando son excesivas, generan desilusión y hasta rabia, pero muchas veces se trata de proyecciones que se refieren a otras esferas, como la economía y la justicia social, que interactúan con el sistema político pero no se identifican con él.

El problema del desconocimiento acerca del mismo concepto de democracia, que el libro llegaba a sanar, era y es apremiante. Cada vez más las retóricas y los discursos políticos compiten para descalificar el régimen democrático, sus logros y mecanismos, y pa-recen basarse en una escasa comprensión de éste, cuando no en la mala fe o en una predeterminada estrategia electoral o mediática.

Sartori tenía bien clara la diferencia entre democracia política, social y económica, sosteniendo que la primera es la condición necesaria de las otras dos, es decir, representa el elemento central, pues una democracia sin adjetivos ha de entenderse como “política”, ya que “las democracias en sentido social y/o económico extienden y completan la democracia en sentido político y son también, cuando existen, democracias más auténticas”. Es aquí, me parece, que se torna fundamental la discusión sobre la relación entre el capitalismo, entendido como sistema-mundo dominante en esta fase de globalización neoliberal, y la democracia como sistema político imperfecto y sujeto a presiones crecientes para su aniquilación y vaciamiento de significado frente a las lógicas del capital, o bien, por otro lado, para su radicalización y su reinvención frente a los retos del siglo xxi.


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