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La Jornada Maya
Foto: Cuartoscuro

Martes 02 de mayo, 2017


El sábado 29 de abril un grupo de 15 soldados fue atacado a balazos por siete presuntos integrantes de un grupo criminal en la localidad chihuahuense de La Grulla, próxima a Mineral de Dolores.

De acuerdo con la versión de la fiscalía del estado, los dos vehículos que trasladaban a los uniformados quedaron bajo el fuego de los atacantes. En respuesta, los militares abatieron a los agresores. Dos días más tarde, el domingo, hubo un episiodio muy semejante en San José del Cabo, Baja California Sur. Señala un informe de la Secretaría de Marina, que varios de sus elementos fueron atacados por supuestos criminales que, posteriormente, se parapetaron en un domicilio particular desde donde continuaron el ataque. El saldo fue de un marino y siete presuntos delincuentes muertos.

Los hechos referidos, sumados a otros recientes de corte parecido, más que denotar la determinación gubernamental en el combate a la delincuencia organizada, son indicativos de la falta de avances en esta materia, después de más de 10 años de una estrategia de seguridad que no ha provocado la disminución de la violencia y, según puede verse, no ha reducido el poder de los grupos criminales que operan en el país. Al contrario, aunque los grandes cárteles de hace 10 años se encuentren fragmentados y debilitados, según indican algunos reportes oficiales, las balaceras, los combates y las muertes violentas mantienen un ritmo constante, incluso creciente, siguen causando zozobra y muertes colaterales entre la población, además de las vidas que se cobran entre policías, militares y los propios delincuentes.

Por lo demás, las confrontaciones armadas entre fuerzas policiales o militares y grupos criminales contribuyen al deterioro institucional, son un terreno propicio para la comisión de violaciones a los derechos humanos y generan en la sociedad sentimientos inevitables de desaliento y desesperanza, porque las autoridades no externan una estrategia ni un plan más allá de proseguir la persecución de una delincuencia que, a una década de distancia, parecería indestructible a ojos de muchos.

Es tiempo, pues, de emprender un viraje en la estrategia de seguridad, de restituir a las fuerzas armadas a sus cuarteles y a sus funciones constitucionales y de emprender la formulación de una política de seguridad distinta, que enfrente el problema en sus raíces y no en sus expresiones últimas.


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