de

del

Giovana Jaspersen
Foto: Fernando Eloy
La Jornada Maya

Viernes 28 de abril, 2017


[i]Quienes profundizan, sin contentarse con la superficie,[/i]
[i]se exponen a las consecuencias.[/i]
(O.W)


Cuando Lord Murchison sacó de su bolsillo la cajita de tafilete con cierre de plata para mostrarle a su amigo de antaño el retrato de [i]Lady [/i]Alroy, éste le dijo que al verlo tenía “la sensación de que era el rostro de alguien que guardaba un secreto, aunque fuese incapaz de adivinar si era bueno o malo. Se trataba de una belleza moldeada a fuerza de misterios… una belleza sicológica, en realidad, no plástica.”. Justo en este misterio se teje la [i]Efigie sin secreto[/i] y su historia, que hasta su última letra nos desbarata en la delicia de… no saber. Esa, no fue la única ocasión en que Wilde nos sedujo con el [i]otro [/i]a cuentagotas, en su obra más célebre recordamos a Basil Hallward diciendo “Cuando alguien me gusta muchísimo nunca le digo su nombre a nadie. Es como entregar una parte de esa persona. Con el tiempo he llegado a amar el secreto. Parece ser lo único capaz de hacer misteriosa o maravillosa la vida moderna. Basta esconder la cosa más corriente para hacerla deliciosa”. Sus palabras, entre muchas cosas más, nos recuerdan que hubo un momento en que existía lo privado, lo propio, y que se celaba pues su exposición trivializaba, quitando el velo de la fantasía, al hacerlo ya no nos pertenecía más. La valoración, incluso estética, de lo íntimo, hoy parece tan lejana como el tratamiento romántico y los hábitos de los personajes del escritor irlandés. En contraste, nos reconocemos inmersos en un tiempo donde la privacidad es casi una ficción como las obras de Wilde -o no-; y cada vez más difícilmente defendible.

Las redes sociales nos trajeron un tonel de secretos expuestos, anotaciones de la vida personal, sus personas y personajes, juicios de moral constantes. Y entre ese mar de profundidades superficiales algunos nos preguntamos si deberíamos saber esas cosas o cuál es el derecho que tenemos sobre la vida de los otros, a esta posesión constante y ficticia. Especialmente grave es que la marea de información y apertura haga perder la perspectiva; personajes públicos nos inundan con su vida privada, las personas se interesan cada vez más en ella y en respuesta cada vez cuentan más. Muchos podríamos contar con los dedos de las manos entre nuestros contactos quiénes analizan propuestas y agendas de trabajo en el servicio público; pero una fotografía “comprometedora” o un acto “indebido” registrado, como una plaga, sale a borbotones de todos los rincones de las redes y los medios, llegando a niveles insospechados de miradas y reacciones. Parece que la persecución de la “moral” resultara más importante que la vigilancia del cumplimiento de las obligaciones o el castigo del delito.

Esta persecución por saberlo todo ha inundado también las casas y relaciones, crecieron nuevos miedos, formas de control ¡Más de qué cuidarnos! Como si la lista no fuera ya larga. Así, hoy es común ver a una pareja discutir y llegar a separarse por los celos que puede desatar un “Me gusta”. Por ridículo que parezca ¡Un [i]me gusta[/i]!, igual que nos puede gustar el mar o los espárragos; en una exageración de elocuencia un “Me encanta” parece ser expresión suficiente para desencadenar interrogatorios, reacciones, enojos, inseguridades, celos, incertidumbres y dudas; emociones que parecen correr a la misma velocidad que la información. Hombres y mujeres, íntegros y adultos, serios, titubean en relación a sus redes sociales y las miradas que en ellas se depositan, temen la forma en que serán interpretados, y las consecuencias: miedos contemporáneos. La paranoia crece y se forjan verdaderos analistas de datos personales, los persecutores del rastro de comportamiento en redes, son autoridades que desemplearon al investigador privado de antaño. Ya no andan a hurtadillas, confrontan, reclaman e inciden. Tremenda locura de control.

Y pensar que, aunque algunas veces no lo recordemos, hace poco existió un momento en que no contestar un mensaje de inmediato no era un insulto imperdonable; incluso uno en el que los mensajes inmediatos no existían si no estabas frente a alguien. Hace apenas unos años fuimos libres del grillete personal. En aquel tiempo, las personas podían estar donde quisieran y con quien quisieran sin tener que responderlo antes de que dos “palomitas” azules fertilizaran la incertidumbre. Mismo tiempo en que reservábamos nuestros espacios y personas por ser nuestros y existir en ellos; ceder, fue cederse.

La comunicación contemporánea ha dejado enormes y maravillosas cosas pero nos robó lo propio que tanto celó Wilde, nos dejó a los otros en las manos y en una crisis humana como la que se vive hoy nos damos cuenta de que no se sabe qué hacer con eso. Cada que una persona esparce información personal, juzga, comparte imágenes y coloniza al otro haciendo público lo privado, sin mencionar los serios casos en los que delinque, también se esclaviza a sí mismo.

Recordemos pues que, incluso en estos tiempos, podemos defender el derecho que tiene alguien de guardar un retrato en una cajita de tafilete con cierre de plata y no pronunciarlo, defender la libertad del otro es defendernos y no cedernos, pues no somos asunto ni objeto de nadie. Si fomentamos la responsabilidad y consciencia de lo propio y lo ajeno, se termina el mal y no la consecuencia.

[i]Mérida, Yucatán[/i]
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