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Kálmán Verebélyi
La Jornada Maya

Viernes 20 de abril, 2017


“Soy el comerciante campechano que más tiempo lleva tras el mostrador, comencé cuando tenía 10 años, en 1942”. Rápido, mentalmente, saco la cuenta: 75 años. Tres cuartos de siglo, para muchos más que una vida. “Vivíamos en Hecelchakán, compartíamos la suerte de todos, éramos pobres, sobrevivíamos como podíamos. No había dinero”, dice José Adám Yabur, [i]don Pepe[/i].

Los años no pasan desapercibidos, y la plática con don Pepe lo reafirma. Empieza una oración, supuestamente el principio de un hilera de sus pensamientos, pero al llegar a la tercera-cuarta palabra, brinca de tema. Y este juego permite conocer al comerciante con más antigüedad en Campeche.

[i]Don Pepe[/i] es de origen libanés, libaneses fueron sus padres, quienes como hace un siglo decidieron abandonar la Tierra Prometida, dominada en aquel entonces por el Imperio Otomano. La vanguardia para explorar las tierras del Nuevo Mundo fue el tío Amir, quien después de sus primeras experiencias retornó al Oriente Próximo llevando la noticia de que aquellas tierras lejanas eran acogedoras, que prometían prosperidad al emprender una nueva vida.

[i]Don Pepe[/i] no comparte la historia del viaje a México de sus progenitores, cuál fue el puerto que los vio arribar. Tras varios intentos de encauzar la conversación hacia temas de mi interés, opté por dejarme llevar por su errático monólogo, pues durante toda la plática se mostró inmune a mis preguntas.

Los tíos, hermanos de su padre, al llegar a México fueron registrados como ciudadanos de origen turco. Esto no lo dice [i]don Pepe[/i], sino los registros de los censos de población que en 1900 reportaban a 2 mil 102 turcos; en 1921 a 3 mil 841, y sólo hasta 1930 aparecen los libaneses con un número importante de 3 mil 963, mientras los turcos apenas llegaban a 700.

Las estadísticas mexicanas de migración de la época atestiguan los cambios históricos que se estaban dando en el convulsionado Medio Oriente que tras la disolución del Imperio Otomano en 1923 quedó bajo protectorado inglés y, como consecuencia, los pueblos históricos de Líbano, Siria, Jordania, al viajar por el mundo, portaban documentos de identificación del país de donde provenían.

Los primeros recuerdos de don Pepe como comerciante lo relacionan con Tenabo, donde su tío le heredó a su mamá Elizabeth una carpa en la plaza central, en la cual se vendía de todo. “Venían a comprar sal por un centavo. La medida de una cucharadita se envolvía en forma de cuadro, como los cohetes pequeños, en papel estraza. Tenía habilidad para hacerlo”, recuerda, y sus ojos reflejan satisfacción.

“Luego nos mudamos a Campeche. Vendimos las propiedades de Hecelchakán. Era un solar muy grande, en el mero centro del pueblo, a tres casas de la central eléctrica. Porque ya había luz en el centro del pueblo. El generador era una máquina de vapor. Había que alimentarlo con leña para hervir el agua. Había dos generadores. Aún escucho el arder de los troncos, el suspiro del agua que a veces estallaba en silbido”.

La familia se instaló en una amplia casa junto al mercado, en su mero corazón. El local, con un modesto anuncio de “Locería y cristales”, es donde don Pepe se hizo comerciante de tiempo completo en 1948. El amplio frente de la casa se dividió en dos negocios que cambiaban de giro según la demanda del momento. El espacio donde don Pepe se instaló, dirigido por su mamá en sus primeros pasos de vendedor profesional, era la parte de diestra. El negocio al abrir se dedicaba a vender todo lo relacionado con la costura: telas, botones, hilos, agujas, tijeras.

Las tijeras hay que afilarlas de vez en cuando para un corte perfecto. [i]Don Pepe[/i] era el encargado de los filos. Hasta el día de hoy muchos clientes lo buscan, a sabiendas de que su trabajo lleva la garantía de años de experiencia. Mientras platicamos, un joven pregunta por el precio de la afilada de una tijera. “Son 25 pesos”; el joven promete regresar. Media hora más tarde llegan dos señoras. Son de Palizada y saben que tienen que dirigirse a don Pepe con su máquina de cortar pelo eléctrica, si quieren seguir con su negocio.

[i]Don Pepe[/i], con movimientos de un experto, saca los tornillos que sujetan las cuchillas terminadas en una menuda dentadura. Se mete en el cuarto interior, conecta las piedras de lijar y con movimiento suave les acerca el metal hasta que empieza a tirar chispas. El dedo índice de su mano derecha está jorobado, no se mueve, puede ser por la artritis o porque se lastimó en el pasado. No utiliza ningún instrumento de los que llamamos de protección en el trabajo. “En los dedos siento cuando la cuchilla ya está lista”, dice.

Arma la máquina, le ordena a una de las señoras que se dé la vuelta. “La prueba del budín es que se lo coman”, decía Bernard Shaw, el de la máquina que corte el pelo no lo hace. Don Pepe hace varios intentos agarrando la punta de un pequeño mechudo de la abundante cabellera de la señora. Luego sentencia: “Las cuchillas para cortar deben moverse uno sobre el otro. Y este aparato no lo hace. Vayan con Uribe, él se los compondrá”.

Por el servicio [i]don Pepe[/i] no cobra. “Ya viste cómo va el negocio. No hay clientes, no hay dinero”, dice. Varias cajas con mercancía están esperando que se les acomode en los estantes. “El proveedor me subió los precios. Dice que por el gasolinazo, que todo se ha encarecido, habré de vender lo mismo 20 por ciento más caro si viene gente a comprar”, dice entre suspiros. No se ve angustiado, su larga experiencia tras el mostrador le ha enseñado cómo es el latir de las ventas.

No desesperarse, es su lema, y el otro es la honestidad. “Nunca agarré ni un centavo de la caja para mi beneficio personal. El negocio es un asunto, tus necesidades son otro”, dice y como algo colateral platica que una hermana suya ayudó en el negocio durante algún tiempo, pero por su mano pegajosa había que mandarla a Mérida para que se casara y otro la mantuviera.

La honestidad, uno de los principios en su vida, es como herencia genética de los suyos. “Hay algunas tierras en el Líbano que siguen siendo mías. El patriarca se encarga de que nadie se apodere de ellas. No pienso reclamarlas, jamás viajé a la tierra natal de mis papás. Queda como herencia para mis seis hijos. El patriarca es mi banquero”, exclama.

[i]San Francisco de Campeche[/i]


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