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Pablo A. Cicero Alonzo
[i]Zephyranthes ciceroana[/i], una «brujita» de República Dominicana
La Jornada Maya

Jueves 9 de febrero, 2017


Itzimná es el lugar donde me siento más cómodo, donde se habla con el acento que mejor entiendo, las miradas que puedo interpretar sin equivocarme. Uno es de donde estudió la primaria, probablemente.

Mis abuelos nacieron ahí. En dos casas, separadas por el parque en el que pasé mi infancia. Mis primero recuerdos se remontan a la madreselva de esa casa inmensa, amarilla, en la que deambulaba mi tía abuela Rita, tejiéndome chalecos grises en verano.

Una casa llena de fantasmas y de historias, como la del ebanista que halló un tesoro en el marco de la puerta y huyó, dejando incluso sus herramientas.

El patriarca de la familia se distinguía por su avaricia, en el sentido de acumular riquezas sin compartirlas con nadie. Como dragón, iba escondiendo joyas y oro. Muchos años después de su muerte, el carpintero encontró un hueco del ancho de su brazo detrás del marco de la puerta. Metió su mano, como partero, y sacó telarañas y centenarios. Cincuenta en total.

En el patio interior de esa misma casa había una cruz. Mi hermano —único y mayor— me decía que era la tumba de alguien. Mi piel se erizaba y corría desesperado a las piernas de mi mamá. La casa, paradójicamente, rejuveneció. Hoy luce majestuosa, custodiada por una bandada de obesos gansos. Las aves, con filosos, minúsculos dientes que destajan culebras y pantorrillas, quisieron volar cuando vieron a Isabel vestida de novia.

Ahí nacieron poetas y locos. Músicos no sé, pero sí científicos, como el tío Julio, jesuita que descubrió un nuevo mundo en República Dominicana. Sacerdote y botánico, catalogó la flora de esa parte de la Española. Si vas ahí, fíjate donde pisas. Hay unas brujitas blancas, chiquititas, que fueron bautizadas en su honor: [i]Zephyranthes ciceroana[/i]. Fue pionero en colecciones de insectos, arácnidos, equinodermos, moluscos, murciélagos, peces y otros grupos zoológicos.

Mi casa estaba a unas cuadras. No estaba tan cerca como para ir caminando a la escuela, pero sí para ir en bicicleta. Mi hermano, que siempre ha tenido un serio sentido de la puntualidad —su reloj está adelantado quince minutos— dejó de ir en bici cuando López Portillo nos “robó” la hora. Entraba a las siete de la mañana, aún en penumbras.

La casa de mi abuelo materno estaba al otro extremo del parque. Estaba más abandonada que la amarilla de mi abuelo paterno. Sin embargo, tenía más vida. Ahí vivían las cinco hermanas de mi abuelo. Todas viejitas. Todas solteras. Las señoritas Alonzo compaginaban su vida entre la iglesia y sus trabajos. Una de ellas tenía una librería católica —Selecta—, otra, una tienda de regalos —Nápoles—, y una más era gerente de la Casa del Balam.

El arzobispo Manuel Castro Ruiz era asiduo a esa casa. En una ocasión fue a visitarlas, vistiendo aún su túnica. ¿Quién era, Mary?, le preguntó una de las tías a una muchachita silvestre que trabajaba con ellas. Un loquito, le contestó. Estaba vestido de mujer, con el rebozo amarrado a la cintura.

En esa casa igual se registró un hecho inédito. El comecuras más temido de Yucatán, Salvador Alvarado, se quitó el sombrero ante una imagen del Sagrado Corazón de Jesús. Las tías Alonzo, por una extraña razón, eran inmunes a la furia anticatólica del gobernante, que también era su visitante asiduo. Ellas pusieron el perchero junto a la imagen religiosa, jugándole una jugarreta —doble juego— a ese Torquemada sonorense.

También tenían gansos, condenadamente furiosos, a los que llamaban cachirules. Igual tuvieron seis generaciones de gatos, todos bautizados como Mozo. Una estirpe que se consumió en su endogamia. Uno de ellos era sordo, y fue uno de mis compañeros de la niñez.

Arropado por la gente y la historia de esas dos casas, estaba mi escuela, el Montejo. Las clases, recuerdo, terminaban a las doce y media del día, pero yo llegaba a casa como a las dos de la tarde. En la salida me iba a platicar con mis amigos a la pila bautismal que entonces se encontraba a un costado de la iglesia. Era una pila de piedra, seguramente colonial. Éramos tan chiquitos que cabíamos cuatro dentro de ella, cómodamente sentados.

Un poco más allá, estaba la estatua del obispo Juan Gómez de Parada. No me tocó, pero me contó mi hermano —que hoy descubro como un extraordinario creador de mitos— que en la mano del personaje cabía perfectamente una lata de cerveza, razón por la que se optó quitarle el pulgar de piedra.

Mi abuela materna nació en donde hoy está la Casa de España. Ahí tenía su despacho su padre, que fue juez federal. Ella, tan fértil de imaginación como de prole —tuvo dieciocho hijos con mi abuelo— me relataba, una y otra vez, una y otra vez, la noche en vela de su padre para darle un amparo a Felipe Carrillo Puerto.

“No durmió toda la noche, puso antorchas en la puerta…”, repetía. “No pudo salvarlo”. El dragón de ojos verdes no llegó, y horas después yacía, asesinado. El relato tenía muchas inconsistencias históricas, pero sigo creyendo que así fue.

El paso de mi niñez a mi juventud estuvo marcado por una mudanza. Fueron pocas cuadras. De una casa en la calle 17 pasamos a unos departamentos en la 14. Vivíamos a espaldas del Seminario, cuyos moradores nos espantaban la siesta con sus partidos de fútbol. Tanta hormona reprimida se desfogaba con cascaritas a las dos de la tarde. Cerca de ahí, había una casa con un mono araña. Mi hermano y yo, colices, nos acercamos a ver el animal, que aulló despavorido al vernos, calvos y pubertos.

En días de incertidumbre, en los que no se logra vislumbrar el horizonte, intento aferrarme a ese pasado, tan feliz, tan llenos de alegrías, imposibles no compartir. Para qué hablar de Uber, para qué analizar declaraciones, o hacer escenarios para 2018. Lo importante se remonta a esas historias mínimas. La tuya y la mía. Gracias por dejarte compartir estos recuerdos, tan íntimos, que buscaban ya alivio en otras imaginaciones.

[i]Mérida, Yucatán[/i]
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