Reporte 8AM

Pablo A. Cicero Alonzo
Foto: Vivian Maier
La Jornada Maya

Miércoles 8 de febrero, 2017


Hacer de lo ordinario algo extraordinario.

No es como todos los niños. Y así lo asumen sus padres. La normalidad, para ellos, alcanza otros matices, mucho más sutiles. Para ellos, la vida pasa y se acepta; la transitan como funambulistas, entre la alegría y la tristeza. Pero no se detienen, no se regodean en su realidad. No se quejan; al contrario; porque no es cualquier niño. Y no sólo lo dicen porque es su hijo. Y es esta la única certeza que los motiva a continuar y a luchar por unos derechos que se desconocen e inclusive niegan. Padre, madre, cada uno desde su trinchera. Él, historiador y periodista, parte desde su experiencia para mostrarnos una situación que duele, que lacera. Nos revela una sociedad que no piensa en los diferentes, que los relega y en muchas ocasiones los refunde a guetos. Empujan para que el término «inclusión» abandone los discursos —huecos, volátiles…— y se haga realidad. Por su hijo y por todos los que son como él, esta cruzada podría llevar nombre y apellidos, pero no. Alcanza a cientos, miles, cuya única diferencia es no ser como tú o como yo.

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«En Chicago, una americana de origen francés un tanto excéntrica se pasó la vida sacando fotos sin enseñárselas nunca a nadie, sin pensar nunca en exponerlas y, en muchas ocasiones, sin contar con los fondos suficientes para revelar los negativos. Así que no pudo ver parte de su trabajo, pero era consciente de su talento. En tal caso, ¿por qué no intentó nunca vivir de su arte? Vestida con ropa amplia, inseparable de su sombrero pasado de moda, se ganaba la vida como niñera. Los niños a los que cuidó no pueden olvidarla. Y menos aún su máquina de fotos, que llevaba sistemáticamente en bandolera. Pero ¿quién podía imaginar que tenía una mirada excepcional? Acabó loca y en la miseria, ella que dejaba miles de fotos cuyo valor sigue aumentando cada día desde que las descubrieron. Al final de su vida, en el hospital y sin poder pagar ya el alquiler del chiscón en el que guardaba el fruto de su vida artística, las cajas con sus fotos se subastaron. Un joven que estaba preparando una película sobre el Chicago de la década de los 60 compró el lote por una cantidad irrisoria. Tecleó el nombre de la fotógrafa en Google pero no encontró nada. Cuando abrió una página web para enseñar las fotos de esa desconocida recibió cientos de comentarios ditirámbicos. El trabajo de Vivian Maier no podía dejar a nadie indiferente. Pocos meses después, volvió a teclear su nombre en un motor de búsqueda y en esta ocasión se encontró con el anuncio de su muerte. Dos hermanos habían organizado las honras fúnebres de su antigua niñera. El joven los llamó, y fue así como descubrió que la persona genial, cuyas fotos estaban en su posesión había trabajado gran parte de su vida cuidando niños. Es este un ejemplo inaudito de vida artística casi secreta. A Vivian Maier no le interesaba el reconocimiento de su obra, y enseñar su trabajo, menos aún. Hoy esa obra suya da la vuelta al mundo y a ella se la considera una de las mayores artistas del siglo XX. Sus fotos son impresionantes, una forma única de captar escenas de la vida cotidiana desde ángulos singulares. Pero su fulminante y póstuma fama va forzosamente unida a su increíble historia. Ambas son inseparables». (Extracto de [i]La biblioteca de los libros rechazados[/i], de David Foenkinos. Alfaguara, 2017)

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Se llama Jhovana Yellow, y es originaria de Ohio. Vino a vacacionar a Mérida, como cientos de compatriotas suyos. Sólo por esto podemos deducir que no comparte los prejuicios de su presidente, para quien los mexicanos nos reducimos a una pandilla de violadores y narcotraficantes; [i]bad hombres[/i], nos dice. Jhovana estaba paseando por el parque Hidalgo cuando se le cayó su cartera. Ahí tenía dinero —pesos y dólares—, tarjetas e identificaciones, entre ellas su pasaporte. Un hombre —a quien no se identifica— encontró la cartera, y se la dio al agente Orlando Zetina Romero. Este policía turístico se dio a la tarea de encontrar a su dueña. La halló, y le entregó la cartera. Jhovana ni cuenta se había dado. El hecho se reportó en varios portales y periódicos, y vale la pena replicarlo.

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Ejemplos sobran, pero nombres nos faltan. Pequeñas historias, mínimas existencias que, queriéndolo o no, nos hacen tener fe de nuevo. Padres coraje, visiones del mundo que no mueren con los ojos que las captaron, personas que demuelen prejuicios a golpe de honradez. Así es la vida: una sucesión de imágenes que, la mayor parte, se quedan sin revelar. Y para eso, creo, sirve este espacio. Una tinaja de químicos para hacer visible lo que hasta hace poco no se veía o no queríamos ver. Cegados con los lamparazos de la política, ensordecidos por la estridencia del día a día, pocas veces nos percatamos de esas minúsculas batallas con las que se gana esta guerra que es vivir. Como periodista, no son las grandes historias las que me mueven y conmueven. Son esos episodios en los que nadie repara, los que se quedan cosechando polvo en el ático de la desmemoria.

[i]Mérida, Yucatán[/i]
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