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Pablo A. Cicero Alonzo
Foto: Fabrizio León Diez
La Jornada Maya

Miércoles 25 de enero, 2017


Perdona la nostalgia. Mi infancia tuvo sabores característicos, entre ellos el queso de bola, la mantequilla azul y los chicles [i]Popeye[/i]. Los conseguíamos en ese limbo aduanal conocido como el kilómetro ochenta, en Quintana Roo o en el [i]Chetumalito[/i]. Ahí, cuando teníamos dinero, también comprábamos aparatos electrónicos. Ahí adquirí mis primeros [i]walkman[/i], horno de microondas y videocasetera; formato Beta, claro. Cuando enviudó, mi abuelita materna logró sacar adelante a sus hijos más jóvenes revendiendo televisiones que compraba en Tepito.

Era una actividad peligrosa, pero la situación lo ameritaba. Ella tuvo dieciocho hijos, entre ellos mi madre. Mantuvo, ella sola, a los más jóvenes: Luis Martín Giovanni, Miguel Tadeo, Mauricio Tadeo, Sofía del Corazón de Jesús y Teresita del Niño Dios. Una vez la acompañé a comprar las televisiones y nos la robaron frente a nuestras narices. ¡Alcánzalos!, ¡Deténlos!, me gritó. Hice lo que pude, lo juro. Tenía entonces diez años.

En el [i]walkman [/i]escuchaba casetes que antes grababa en la radio, o que un amigo con una grabadora de doble casete me vendía. Mi lujo era ir a Rocketerías y comprar un casete original. Me gustaba, porque venían con un librito con la letra de las canciones. No sabía nada de inglés, y aún así me sabía de memoria las canciones de Whitesnake. [i]Is dis lov dad im filing, is dis lov dad ai bin serching for[/i]…

Teníamos la viodeocasetera, que un amigo avezado en esas tecnologías nos ayudó a instalar. El problema era cómo conseguir películas. Así, mi infancia —y adolescencia— transcurrió viendo las guerras de las galaxias dobladas por sevillanos —C-3PO le decía a R2-D2 «condenado cabezudo»—, [i]La novicia rebelde[/i] y [i]Ben-Hur[/i]. El año pasado, mi hermano llevó a mi madre a ver la nueva versión de la clásica cinta protagonizada por Charlton Heston. Ambos salieron decepcionados.

La escasez de títulos terminó con la llegada de videoclubes, negocios que tuvieron una época de oro, a pesar de quienes, como yo, siempre se atrasaban en la entrega. Yo prefería los que tenían buzón, para así dejar en la noche la película y desaparecer para siempre. «¿Te toca de algo Pablo Cicero?», le preguntaron a mi hermano. «Sí», aceptó, «pero hace mucho, muchísimo tiempo que no lo veo». Y así, negándome, se salvó de pagar mi multa. Renté películas en Beta, VHS, DVD y Blueray. La última fue la primera temporada de la serie «24»; Isabel y yo aún éramos novios.

Había una notable diferencia entre los juguetes que se vendían aquí y los que se podían comprar en Estados Unidos. Por ejemplo, los G.I. Joe. A los míos sólo se le doblaban las piernas y los brazos, mientras que a los de mis amigos, los codos, las muñecas, las rodillas y los tobillos. Los míos parecían soldados de la Segunda Guerra Mundial; los de ellos, de la guerra fría. Pero los míos tenían mejor puntería.

Veíamos los canales de la televisión de Estados Unidos en las casas de los amigos que tenían antena parabólica. Lo que más nos gustaba de la programación eran los anuncios: cereales que se veían riquísimos, juguetes que sólo conoceríamos en pantalla. Al final de esos tiempos irrumpió MTV. Tuve unos [i]jeans [/i]Levis y unos tenis Nike que toda mi infancia me quedaron grandes. Sin embargo, mi lujo eran unos zapatos Perestroika, de Canadá, orgullosamente hechos en México.

Había pocos cines. Dos, tres tal vez. Un par más, donde proyectaban películas de ficheras. Los estrenos más taquilleros de entonces fueron [i]El barrendero[/i], de Cantinflas, y [i]El Chanfle[/i], de Chespirito. La única película estadounidense que generó largas colas, según la marisma de mi memoria, fue la de [i]Cupido motorizado[/i]. Por cierto: gran parte de mi niñez y juventud transcurrió en un VolksWagen Sedán. Era tan pequeño que en los trayectos largos —como por ejemplo de Itzimná, donde estaba mi casa, al Centro— me mandaban a la cajuelita de atrás donde inmediatamente me dormía. Si hacía mucho calor, abríamos unas ventanitas, que mandaban el aire —caliente— directamente a tu rostro. Se sentía bien.

Perdona la nostalgia. Sólo intenté recordar cómo era la vida antes del TLC, que hoy pende de los vaivanes esquizofrénicos de Donald Trump. El 31 de enero, el mandatario estadounidense se reunirá con Enrique Peña Nieto. Uno de los puntos que se abordarán en esa reunión será precisamente el TLC. «Vamos a empezar a renegociar el NAFTA, la inmigración y la seguridad fronteriza», anunció Trump este domingo, durante la toma de posesión de su nuevo personal en la Casa Blanca. El presidente republicano dijo que también tiene intención de encontrarse con el primer ministro canadiense, Justin Trudeau, para tratar el acuerdo comercial, aunque todavía no hay una cita fijada para ello.

Por mí, que le digan a Trump lo que el ebanista al desorientado joven que se fue a confesar. Este ejercicio me hizo recordar momentos inolvidables, que no me molestaría repetir. Si por un milagro he logrado mantener el interés de un lector joven hasta estas líneas, me encantaría decirle que no pasa nada, al contrario: valoras mejor las cosas, las disfrutas más.

[i]Mérida, Yucatán[/i]
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