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Pablo A. Cicero Alonzo
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán
La Jornada Maya

Miércoles 17 de enero, 2017


Se había acostado intranquila, pero el cansancio la venció; no pudo más y cerró los ojos; soñaba. Soñaba cuando la levantó a patadas (ella estaba durmiendo) del suelo, la tomó entre sus manos y la intentó ahorcar; le mordió brazos, espalda, cara y piernas y la pateó de nuevo; y de nuevo. En varias partes de su cuerpo le propinó golpes con los puños cerrados. Le jaló el pelo hasta arrancarle el cuero. Tomó un desarmador y con éste le pego en la cabeza; después, con un zapato. Esta golpiza se registró el lunes pasado. El agresor encerró a su víctima hasta el miércoles. Él es un boxeador; ella, su hija, de ocho años. La denuncia ya fue interpuesta, pero el golpeador está prófugo. Esto pasó —y pasa— en Mérida.

La violencia en el hogar no estalla una sola vez; es un hecho que se reitera, una y otra vez, una y otra vez, hasta que en algunos casos se convierte en algo normal. Los trágicos, desiguales raunds que vivió —y sobrevivió— la niña no sólo evidencian la situación de miles de hogares peninsulares, sino también de un deporte que ha sido prolijo en héroes y villanos. Tal vez sea injusto hacer énfasis en que la bestia que casi asesina a su hija sea boxeador, tal vez sea precisamente por esa misma razón la necesidad de reflexionar sobre esas circunstancias. La profesión del padre lo convierte en un arma mortal, incluso si se enfrentara con alguien de su tamaño; la cobardía potencia su peligrosidad.

Somos nosotros, igual, que en una escala de valores aberrada hemos endiosado a personajes potencialmente mortales.

Grandes expectativas ha levantado el encuentro entre Julio César Chávez Júnior y Saúl [i]Canelo [/i]Álvarez. Se realizará el próximo 6 de mayo, en una sede por definir. La expectativa no es sólo por el enfrentamiento, sino por el dinero que está en juego: Chávez Jr. y Canelo pactaron la pelea en 164.5 libras (74 kilos 615 gramos). Dentro de la negociación al ex campeón sinaloense se le ofreció una bolsa asegurada de siete millones de dólares, con un porcentaje de pago por evento de seis dólares por cada compra hasta las 600 mil contrataciones, y subirá a 13, lo que le generaría ganancias alrededor de 16 millones de dólares por el pleito. Pero así como llega una buena bolsa, Chávez Jr. estará obligado a marcar las 164.5 libras, si no por cada una de las libras por las que sobrepase el límite tendría que pagar un millón de dólares.

En una sola noche, estos boxeadores ganarán una cantidad inimaginable para la gran mayoría de los mexicanos. Y con ella alimentarán a la estrafalaria corte que orbita alrededor de su éxito. Lo más triste de este caso, si nos atenemos a la historia de este deporte, es que esas fortunas se dilapidarán y quienes recibieron los golpes para obtenerlas pasarán, como la gran mayoría de los mexicanos, apuros económicos. Salvo excepciones, los boxeadores son protagonistas de tragedias en las que se repite un mismo patrón: un niño pobre, que a base de tesón y coraje sobresale en el deporte. La fama llega, junto con los parásitos, que mal aconsejan a su mina de oro. Éste, que sólo sabe de violencia, no es capaz de administrar el dinero y el éxito.

Sólo Hollywood edulcora estas tristezas, con películas como [i]Manos de piedra[/i], que se estrenó el año pasado. En esta se narra la historia del panameño Roberto Durán, interpretado por el actor venezolano Edgar Ramírez. Dirigida por Jonathan Jakubowicz, y en la que participan el cantante Rubén Blades y Robert de Niro, la cinta nos muestra a un lumpen que defiende en el cuadrilátero a un país completo. Cuando insultaba a Sugar Ray Leonard, no sólo se dirigía al boxeador estadounidense, sino a su nación, que había colonizado de facto a Panamá. Como [i]Huracán[/i], [i]Toro salvaje[/i] y [i]El luchador[/i] —basadas todas ellas supuestamente en hechos reales— o la saga ficticia Rocky, el boxeador recibe los durísimos golpes de la vida para después noquearla, en el último segundo del último raund.

La vida, sin embargo, no es así. Sacos de carne e ignorancia cuya capacidad de aguante es vendida al mejor postor, para que una audiencia entumida brame y retorne a sus orígenes animales, clamando sangre, como en un aquelarre. Una regresión a los orígenes tribales de una humanidad que aúpa o denosta, que apuesta al campeón o al retador, como si fueran gallos o perros. No son héroes los que se dejan la vida en el ring; son simplemente víctimas de la imperiosa necesidad de otros de saciar sus instintos. Apuestan todo para cambiar su futuro, en una valentía primaria, que pocas veces perdura y termina bien. O, de plano, comienza mal. Muy mal.

A esa niña de ocho años no sólo su padre la golpeó hasta ponerla al borde de la muerte; fue también esa sociedad que aplaude la violencia y convierte en ídolos a los violentos, que sobrevalora actitudes que surgen del resentimiento y la voracidad. Manos —y corazones— de piedra machacan hasta convertir en polvo las ilusiones de una vida normal.

[i]Mérida, Yucatán[/i]
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