de

del

Hugo Castillo
Foto: Reuters
La Jornada Maya

Lunes 15 de junio, 2020

[i]Para papá, el hombre más fuerte del mundo[/i]

¿Qué es lo peor del coronavirus? Cualquiera que haya tenido contacto con la enfermedad sabe que no hay forma sencilla de responder esto. Por supuesto que los síntomas físicos son terribles. El COVID-19 no es un mal para los débiles, no sólo por la fuerza del virus, sino porque te hace sufrir hasta lo más profundo de tu ser. Pero quizá igual de temible que el embate físico es el azote psicológico que produce, pues el coronavirus tiene la capacidad de sacudirte internamente y dejarte en vilo durante un largo tiempo.

La llegada del virus es inconfundible. Quizá es el exceso de información o el temor en el que nos encontramos inmersos, pero el COVID se siente como las estaciones en los trópicos: un día despiertas y ya está ahí. Es inconfundible porque los síntomas físicos se presentan uno tras otro, como si hicieran un [i]checklist[/i] virológico: fiebre intensa, lista; tos intensa, lista; dolor de cabeza intenso, listo; molestias respiratorias, listas… No toma más de una hora para que lo que empezó como un malestar se convierta en un suplicio. Pronto todo el cuerpo empieza a sentirse dolorido, como si te golpearan después de haber hecho una rutina intensa en el gimnasio.

Uno esperaría que debido a la situación de emergencia en la que nos encontramos todo el proceso de detección y ayuda fuera rápido y directo, pero la realidad dista mucho de esta expectativa. La información que hay respecto a la enfermedad es escasa y contradictoria. También permea el miedo en todos los sectores de la sociedad, pues la gente no está tan dispuesta a ayudar cuando tiene un enfermo confirmado enfrente. Al final del día, cuando acaba tu primera consulta médica, los especialistas te mandan a casa con unas cuantas pastillas y la expectativa de que el virus no te pegue tan fuerte, que tu cuerpo pueda autorregularse.

De lo que viene después nadie habla, ni la OMS, ni las secretarías de salud: la verdadera batalla contra el COVID se libra de la manera más cruda posible, pues se trata de simple supervivencia humana. En los hospitales y cuartos de recuperación la pandemia deja de recordar a las películas de Hollywood y empieza a parecerse más a los relatos de antaño plasmados en nuestros libros de historia. A los síntomas iniciales les siguen 14 días de aguante y cuidados básicos -medios físicos para bajar las fiebres que van y vienen, chequeos constantes del sistema respiratorio y paciencia- en los que el termómetro y el estetoscopio se vuelven los guardianes de la vida y la muerte. Es en esta etapa donde la mente entiende la importancia de algo tan simple como respirar y empieza a admirar al cuerpo.

No tiene que pasar mucho tiempo de enfermedad para que aparezca otro malestar, uno quizá mucho más peligroso: el miedo, la otra cara de la pandemia de la que poco se habla. La expectativa de morir, y morir en soledad, daña tanto como el virus mismo. Si la batalla física contra la pandemia se reduce a una simple lucha del hombre contra la naturaleza, la contienda psicológica la reproduce. El problema es que para esta situación nadie te prepara. Todos sabemos que vamos a morir eventualmente, pero, ¿qué se hace cuando se tiene al más allá golpeando a la puerta? ¿Cómo seguir luchando contra el dolor físico mientras el temor te oprime el pecho?

A diferencia de otras enfermedades, el COVID-19 no abandona de tajo. Debilitado, el virus se aferra a uno hasta el último momento. Son 14 días de dolor físico y emocional seguidos de muchos más de incertidumbre, en los que hay que enseñar a la mente a no alterarse con facilidad, que el dolor y las molestias son “normales”. Pareciera que pese a su derrota, al final el virus siempre gana, pues deja tras de sí una estela de dolor en un cuerpo que para entonces ya se encuentra agotado física y emocionalmente, pero listo para “regresar a la nueva normalidad” como si nada.

[b]Epílogo[/b]

Respondiendo a la pregunta con la que inicié este texto, quizá lo más difícil del nuevo coronavirus es que plantea un reencuentro con la realidad más simple de nuestra naturaleza humana. Antes de su llegada estábamos todos inmersos en una sociedad que pregonaba un supuesto control de la vida y la muerte a través de la ciencia, pero el COVID-19 vino a acabar con esta fantasía. Más allá del malestar físico o emocional, la enfermedad es un recordatorio de nuestra fragilidad y la facilidad con la que se puede acabar nuestro falso sentimiento de seguridad, pues sólo se necesita un microorganismo para regresarnos a nosotros y a nuestras sociedades al pasado.

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Edición: Ana Ordaz


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