La Jornada Maya
Foto: Afp
Lunes 15 de junio, 2020
La historia colectiva del COVID-19 ha sido de estadísticas, gráficas, curvas o el número que se reporta cada tarde. Esa numeralia infernal la ha convertido en una pandemia más cruel y deshumanizada de lo habitual.
Hemos dejado en un rincón de la memoria el hecho de que cada dato es una vida y cada trazo en la gráfica un huérfano, un abuelo que se fue, un amigo que se la jugó, una mujer que queda con cicatrices pulmonares que demolerán su esperanza de vida.
El distanciamiento físico ha sido empatado por una distancia en la fraternidad que nos hace humanos, buenos humanos. La pandemia -a fuerza de la danza de los números y el debate sobre ingredientes químicos de una cura fisiológica que no llega- se ha convertido en un evento lejano, más allá de la puerta, más allá del encierro, en asunto de otros que esperamos no visite nuestra casa.
Por eso, urge narrar lo que se está viviendo con menos conteos y más rostros, con pocos números y muchos nombres. Aislados, distanciados, tras máscaras y cubre bocas, el dolor se ha vuelto ajeno, el sufrimiento se ha vuelto un asunto clínico y la empatía se ha tornado delgada como un hilo.
Nos ha faltado compasión en el sentido más literal de la palabra: nos ha hecho falta ponernos en el lugar del enfermo, su familia, su desesperación, sus luchas, sus lutos truncados o imposibles. El drama de perder un ser querido o un proyecto de vida en tiempos de confinamiento y cuarentena.
No hemos sido capaces de sufrir y curarnos juntos, para de verdad tener posibilidad de volver a ser fuertes. Necesitamos cerrar filas para que la distancia social no nos vuelva indiferentes uno del otro.
Hay silbidos del abuelo que habitaba la casa vecina que no se escucharán más y hamacas que la persona amada se niega a retirar en su duelo entrecortado. Se cuentan por centenas los proyectos de vida cancelados. Se han evaporado sueños de emprender para construirse un patrimonio. Se han ido como arena entre los dedos ahorros de años.
Sí, el COVID-19 se ha llevado un mundo, una era social y cada uno de los caídos en la pandemia nos deja un hueco imposible de resanar en el tejido social. Muchos se han ido y no van a regresar, ya no están con nosotros, ni nosotros con ellos para cerrar esa herida.
Hay que curarnos del COVID-19, no sólo en el sentido médico de la palabra, urge esa catarsis espiritual y colectiva mediante el recuento de los daños, no sólo los visibles, sino los que quedan en lo profundo del alma, la memoria y las ausencias.
Curarse es tocar el dolor, sentirlo, superarlo. Curarse sólo es posible cuando tenemos clara la dimensión de la pérdida y decidimos sobreponernos. La cura verdadera sólo vendrá de sentir el dolor de otros, hacerlo nuestro y llevar compasión donde ha habido soledad.
Si por fin vamos a empezar de nuevo o si lo peor está por venir, venga lo que venga, con fraternidad vamos a estar mejor, vamos a ser indestructibles, sin importar el tamaño de la devastación. La fuerza de la humanidad es del tamaño de su compasión, eso ni el COVID-19 y sus distancias lo debe cambiar.
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